“Yo
soy la vid, y vosotros los sarmientos” (Jn
15, 1-8). Jesús es la Vid verdadera y el cristiano, el bautizado, es el
sarmiento, que recibe de la vid la savia, esto es, el flujo vital que le da una
nueva vida, la vida de la gracia. Como consecuencia de recibir esta savia que
es la gracia, el alma, al participar de la naturaleza divina, recibe de esta
todo lo que la naturaleza divina posee y es: amor sobrenatural, paz
sobrenatural, alegría sobrenatural, fortaleza sobrenatural. El alma que vive en
gracia –es decir, el sarmiento que permanece unido a la vid-, recibe de Dios su
vida divina y, con esta, todo lo que es y posee Dios mismo, y así comienza a
ser una nueva creatura, una creatura que vive con la vida misma de Dios Trino y
ya no más con su vida natural. El alma en gracia adquiere la paciencia de Cristo,
la mansedumbre de Cristo, el Amor de Cristo por Dios y los hombres, la
Fortaleza de Cristo, la Sabiduría de Cristo, y así con todas las virtudes del
Hombre-Dios, que empiezan a brillar en el alma que a Él se mantiene unido, es
decir, el bautizado que no solo no comete pecado mortal, sino que conserva y
acrecienta, cada vez más, la gracia santificante.
Es
esto lo que sucede en la vida de los santos: ellos son el ejemplo perfecto de
almas que viven en gracia y la acrecientan cada vez más; es decir, los santos
son esos sarmientos que, unidos a la vid, reciben de esta el flujo vital, la
savia divina, que es la gracia santificante, convirtiéndose así en imágenes
vivas del mismo Jesucristo, obrando, en Él, por Él y con Él, obras –prodigios, milagros,
mortificaciones, ayunos, penitencias- “más grandes todavía” (cfr. Jn 14, 12) que las que Él mismo realizó
en el Evangelio.
El
sarmiento unido a la vid es el cristiano que no solo no pierde la gracia por un
pecado –ni venial, ni mucho menos, mortal-, sino que, recibiendo de Jesús su
vida divina, vive con una vida nueva, que antes no poseía, la vida misma de
Dios: esto es lo que explica las obras de los santos, obras sobrenaturales, que
sobrepasan la capacidad natural de la naturaleza humana (multiplicación
milagrosa de panes, como Don Bosco, o una vida sin milagros visibles y
sensibles, pero de una absoluta santidad, como los esposos Quatrocchi, o la
Santa Josefina Bakhita, por ejemplo). Quien permanece unido a Jesús, además,
permanece unido en el Amor de Dios y es en este Amor que el santo obtiene de
Dios “lo que pide”, que antes que bienes materiales, son ante todo, los bienes
sobrenaturales necesarios para una vida de santidad: “Si permanecéis en mí y si
mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queráis, y se os dará”.
“Yo
soy la vid, y vosotros los sarmientos (…) mi Padre es el Viñador”. Así como un
viñador, al llegar el tiempo de la cosecha, toma los granos de uva y los
prueba, así Dios Padre, como un viñador celestial, toma de la Vid, que es
Cristo, los granos de uva de los sarmientos unidos a la Vid, es decir, los
corazones de los cristianos, y como así también un viñador terreno desecha los
granos de uvas que están aguados o agrios, porque no sirven para hacer un buen
vino, así también Dios Padre, celestial Viñador, toma los corazones de los
hombres y los prueba, y si los encuentra agrios –faltos del Divino Amor- o
aguados –es decir, tibios o perezosos en la vida de santidad-, no los lleva
consigo, porque no sirven para la Vendimia de la Pasión. Pero a los granos de
uva que sí sirven, es decir, los corazones que son dulces al paladar de Dios -porque
en ellos inhabita el Divino Amor, al igual que en el Sagrado Corazón de Jesús-,
Dios Padre, el celestial Viñador, los selecciona para su vendimia y los aparta,
como frutos elegidos, para hacerlos partícipes, en la tierra, de la Cruz de su
Hijo Jesús, para luego concederles la eterna bienaventuranza en la otra vida,
en el Reino de los cielos.
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