“La
ira de Dios pesará sobre este pueblo” (Lc
21, 20-28). Jesús profetiza la ruina y destrucción de Jerusalén, como
consecuencia de su ceguera, que la conducirá a rechazarlo a Él, el Mesías, Dios
Hijo encarnado para la salvación del mundo. Jerusalén será sitiada, sus muros
abatidos, sus casas incendiadas, el templo arrasado hasta el suelo. Pero Jesús
no está hablando sólo de una consecuencia física y material, sino que se
refiere a un castigo ante todo espiritual, cuando dice: “La ira de Dios pesará
sobre este pueblo”, y el castigo será permanecer en el rechazo del Mesías.
Ahora
bien, como en Jerusalén y en el Pueblo Elegido están representados los
integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, la
profecía acerca de la ira de Dios se refiere también a estos, ante todo y de
modo exclusivo, para aquellos que lo rechacen a Él en su condición de Salvador,
rechazo demostrado principalmente en el desprecio a su Presencia eucarística y
a la celebración de su Día, el Día del Señor, el Domingo.
Así
como para la Jerusalén terrestre el haber condenado a muerte al Redentor le
valió ser arrasada hasta el suelo por parte de su enemigo, el Imperio Romano,
así también, para el bautizado, llamado a ser por la gracia morada del Dios
Altísimo, templo del Espíritu Santo y a consagrar su corazón como altar de
Jesús Eucaristía, el abandono de la misa dominical, por las diversiones
mundanas, la televisión e internet; la conversión del templo que es el cuerpo
en una sórdida cueva impregnada en alcohol y en drogas, en cuyas paredes
cuelgan las más aberrantes imágenes de depravaciones sexuales, producto del
consumo de la pornografía; en donde se escuchan no cantos de alabanza a Dios
Trino, sino toda suerte de blasfemias, de bromas de doble sentido, de
impudicias, de aberraciones contra-natura; en donde anidan los más abominables
demonios, porque de templo del Espíritu Santo ha sido convertido en madriguera
de Asmodeo, el demonio de la lujuria; todo esto le significará al bautizado que
pervierta su cuerpo y su corazón, una ruina más grande que la de Jerusalén,
porque le significará el ser abandonado a su suerte por el mismo Jesucristo,
quien a nadie obliga –de hecho, Jesús dice: “El que quiera seguirme, que cargue su Cruz y me siga”-, de modo tal
que el alma, sin el auxilio de la gracia divina, a la cual despreció en esta
vida, será conducida al abismo infernal, para que continúe haciendo por la
eternidad lo que libremente deseó hacer en esta vida: su propia voluntad en vez
de la voluntad de Dios.
Para
estos bautizados, “la ira de Dios”, tal como la anuncia Jesús, comenzará a
hacerse penosa realidad, y continuará por la eternidad, cuando de labios de
Jesús oiga: “Haz lo que quieras”.
Pero
existe también una luz de esperanza, porque cuando el mundo se haya
descristianizado a tal punto de conducir a los elegidos, los bautizados, a
semejantes profanaciones, será también la señal de que el mal, el demonio, el
error, la ignorancia, el pecado, estarán a punto de ser borrados de la tierra
por la Segunda Venida en gloria del Hombre-Dios Jesucristo, lo cual constituirá
la liberación definitiva de los poderes del infierno y el inicio de la vida
nueva en la paz y en el Amor de Cristo: “Cuando sucedan estas cosas, levantad
la cabeza, porque está por llegarles la liberación”.
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