“Somos
simples servidores que sólo hemos cumplido nuestro deber” (cfr. Lc 17, 7-10). La actitud del cristiano que cumple con su deber –es decir,
procura vivir en estado de gracia permanente, evitando el pecado y sus
ocasiones, y en todo busca de agradar a Dios, viviendo principalmente el
mandamiento más importante, amar a Dios y al prójimo, cuando sea llamado a la
Presencia de Dios, en el juicio particular, deberá considerarse a sí mismo como
el siervo de la parábola: así como el dueño de casa no tiene que agradecer a su
siervo por haber cumplido lo que era su deber, tampoco el cristiano que haya
cumplido su deber de caridad, tiene que pretender que Dios le esté agradecido. Por
el contrario, tiene que considerarse como “simple servidor” que lo único que ha
hecho es “cumplir su deber”.
Esto
no es una mera exhortación a la humildad por parte de Jesús, sino el
reconocimiento de una realidad, también expresada por Jesús: sin la gracia
santificante, el hombre nada puede hacer de bueno, en el sentido de que esa
obra buena le granjee la salvación eterna: “Sin Mí, nada podéis hacer”.
El
hombre necesita de la gracia santificante, que brota del Sagrado Corazón de
Jesús como de su fuente inagotable, para poder obrar el bien. Todo buen
pensamiento, todo buen deseo, toda buena obra, por más pequeños que sean, son
mociones del Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, que quiere que el hombre
responda libremente al bien participado, detrás del cual está el Bien infinito,
el Acto de Ser de Dios Trino. Si el hombre responde positivamente, se hace
merecedor de más y más gracias, que lo harán crecer cada vez en santidad. Lo que
el hombre tiene que darse cuenta, por un lado, es que si no existe esta
actuación del Espíritu Santo, nada bueno puede hacer el hombre para su
salvación; por otro, el saber esto le sirve para reconocer la operación del
Espíritu Santo en su alma: si tuvo un buen pensamiento, un buen deseo, o hizo
una buena obra, era señal de la Presencia operante del Espíritu en él.
En
otras palabras, la gracia santificante otorga la participación en la Bondad
infinita de Dios, y le permite al hombre obrar el bien y ganarse, con este bien
actuado, méritos para la vida eterna, y esta correspondencia a la gracia se ve
en su máxima expresión en los santos. Ahora bien, los santos son santos por
esta correspondencia a la gracia, y no por haber merecido ellos la santidad, y
si no hubiera actuado la gracia antes, no habrían llegado nunca a ser santos: si
no actúa Dios en primer lugar con su gracia, nada puede hacer el hombre para
salvarse, y esto es lo que explica la condición del cristiano frente a Dios: la
de “simple servidor” que “sólo ha cumplido su deber”. Aceptar este hecho
requiere de humildad, y esto es ya Presencia del Espíritu en el alma.
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