lunes, 12 de noviembre de 2012

“Somos simples servidores que sólo hemos cumplido nuestro deber”



“Somos simples servidores que sólo hemos cumplido nuestro deber” (cfr. Lc 17, 7-10). La actitud del cristiano que cumple con su deber –es decir, procura vivir en estado de gracia permanente, evitando el pecado y sus ocasiones, y en todo busca de agradar a Dios, viviendo principalmente el mandamiento más importante, amar a Dios y al prójimo, cuando sea llamado a la Presencia de Dios, en el juicio particular, deberá considerarse a sí mismo como el siervo de la parábola: así como el dueño de casa no tiene que agradecer a su siervo por haber cumplido lo que era su deber, tampoco el cristiano que haya cumplido su deber de caridad, tiene que pretender que Dios le esté agradecido. Por el contrario, tiene que considerarse como “simple servidor” que lo único que ha hecho es “cumplir su deber”.
Esto no es una mera exhortación a la humildad por parte de Jesús, sino el reconocimiento de una realidad, también expresada por Jesús: sin la gracia santificante, el hombre nada puede hacer de bueno, en el sentido de que esa obra buena le granjee la salvación eterna: “Sin Mí, nada podéis hacer”.
El hombre necesita de la gracia santificante, que brota del Sagrado Corazón de Jesús como de su fuente inagotable, para poder obrar el bien. Todo buen pensamiento, todo buen deseo, toda buena obra, por más pequeños que sean, son mociones del Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, que quiere que el hombre responda libremente al bien participado, detrás del cual está el Bien infinito, el Acto de Ser de Dios Trino. Si el hombre responde positivamente, se hace merecedor de más y más gracias, que lo harán crecer cada vez en santidad. Lo que el hombre tiene que darse cuenta, por un lado, es que si no existe esta actuación del Espíritu Santo, nada bueno puede hacer el hombre para su salvación; por otro, el saber esto le sirve para reconocer la operación del Espíritu Santo en su alma: si tuvo un buen pensamiento, un buen deseo, o hizo una buena obra, era señal de la Presencia operante del Espíritu en él.
En otras palabras, la gracia santificante otorga la participación en la Bondad infinita de Dios, y le permite al hombre obrar el bien y ganarse, con este bien actuado, méritos para la vida eterna, y esta correspondencia a la gracia se ve en su máxima expresión en los santos. Ahora bien, los santos son santos por esta correspondencia a la gracia, y no por haber merecido ellos la santidad, y si no hubiera actuado la gracia antes, no habrían llegado nunca a ser santos: si no actúa Dios en primer lugar con su gracia, nada puede hacer el hombre para salvarse, y esto es lo que explica la condición del cristiano frente a Dios: la de “simple servidor” que “sólo ha cumplido su deber”. Aceptar este hecho requiere de humildad, y esto es ya Presencia del Espíritu en el alma.

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