martes, 13 de noviembre de 2012

“¿Ninguno de los que fueron curados volvió a dar gracias a Dios, sino solo este extranjero?”



“¿Ninguno de los que fueron curados volvió a dar gracias a Dios, sino solo este extranjero?” (Lc 17, 11-19). Jesús cura con un milagro a diez leprosos, pero solo uno de ellos, al darse cuenta de que estaba curado, vuelve para dar gracias.
La desatención e ingratitud de los nueve restantes, no pasa desapercibida a Jesús, quien, dándose cuenta de la frialdad y desagradecimiento con los que los nueve recibieron el don de la curación, hace una pregunta retórica: “¿Ninguno de los que fueron curados volvió a dar gracias a Dios, sino solo este extranjero?”. Sin embargo, no debemos pensar que la actitud de desagradecimiento ante los dones divinos es exclusiva de los leprosos del Evangelio: día a día, a lo largo y ancho del mundo, se repite la misma historia. Jesús concede dones, milagros, prodigios, para todos y cada uno de los seres humanos que habitamos en el planeta, y estos dones son declaraciones de Amor de un Dios que ama con locura a su creatura, y que no tiene otro modo ni sabe otra cosa que el Amor, pero los cristianos no nos damos cuenta de su Amor, y por lo mismo no somos agradecidos, con lo cual nos parecemos a los leprosos ingratos del Evangelio.
Un ejemplo de lo que decimos lo tenemos en los diálogos de Jesús con la beata Luisa Piccarretta, la vidente italiana que escribió “Las Horas de la Pasión” y “Fiat. Cuando la Divina Voluntad reina en las almas”. En este último libro, se desarrolla el siguiente diálogo entre Jesús y Luisa. Dice Jesús: “Hija mía, mi amor por la creatura es grande. ¿Ves cómo la luz del sol cubre la tierra? Si tú pudieras hacer de aquella luz tantos átomos, sentirías en aquellos átomos de luz mi voz melodiosa, y te repetirían el uno junto al otro: “Te amo”, “Te amo”, “Te amo”…, de modo que no te darían tiempo de enumerarlos; quedarías ahogada en el amor y de hecho “Te amo”, “Te amo”, te lo digo en la luz que llena tu ojo, “Te amo” en el aire que respiras, “Te amo” en el silbido del viento que hiere tu oído; “Te amo” en el calor y en el frío que siente tu tacto, “Te amo” te dice mi latido en el latido de tu corazón; “Te amo”, te repito en cada pensamiento de tu mente; “Te amo”, en cada acción de tus  manos; “Te amo”, en cada paso de tus pies; “Te amo”, en cada palabra…, porque nada sucede dentro o fuera de ti si no concurre un acto de mi amor hacia ti; así que un “Te amo” no espera al otro. Tus “Te amo”, ¿cuántos son para Mí?”[1].
Luego, Luisa Piccarretta dice: “Yo he quedado confundida. Me sentía ensordecida dentro y fuera por los coros del “Te amo” de mi dulce Jesús… Y mis “Te amo” eran escasos, tan limitados, que he dicho: “Oh mi amante Jesús, ¿quién puede hacerte frente? Por lo que tengo, parece que no tengo nada de lo que Jesús me hacía comprender”.
La beata reconoce que no agradece a Jesús en la medida en que debería hacerlo, y si eso le pasa a una santa de la envergadura de Luisa Piccarretta, mucho más nos pasa a nosotros. Podríamos justificarnos diciendo que lo que sucede es que los dones del amor de Jesús son tantos, y tan variados, y a todo momento, que pasan, en su inmensa mayoría, completamente inadvertidos.
Pero algo podemos hacer para recompensar nuestra indiferencia, nuestra ingratitud y nuestra frialdad, de modo de no parecernos a los nueve desagradecidos, e imitar al que volvió para darle gracias: en agradecimiento por los “Te amo” de Jesús, presentes en cada átomo de luz, en cada segundo de existencia, en lo más alto de los cielos, y en lo más profundo del ser de cada uno, le ofrecemos la Eucaristía, su mismo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, por medio de la cual le decimos, en el tiempo y en la eternidad, con un grito que desde el altar resuena en los cielos infinitos: “Te amo”.



[1] Cfr. Piccarretta, Luisa, Fiat. Cuando la Divina Voluntad reina en las almas, 70.

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