La Iglesia proclama y celebra
a su Rey, Jesucristo, como culminación del año litúrgico. Para poder apreciar
en su verdadera dimensión espiritual y sobrenatural esta celebración, es
necesario recordar que si bien Cristo es Rey, se diferencia substancialmente de
los reyes de la tierra, de modo que ningún rey terreno puede comparársele, y
esto no solo porque su Reino “no es de este mundo”, como Él mismo lo dice, sino
porque Él mismo no es un rey más de las innumerables monarquías existentes a lo
largo y ancho del mundo, y en toda época de la historia humana.
Jesús es
Rey, pero no es un rey como los demás, y esto por muchos motivos: a diferencia
de los reyes de la tierra, que adquieren la reyecía porque son proclamados
reyes por otros hombres, Jesús es Rey por derecho propio, puesto que es Dios
Hijo en Persona, y como Dios, es Dueño de toda la Creación, de todo el
Universo visible, y del ejército invisible de ángeles de luz; es Rey también
como Hombre, porque su Naturaleza humana, asumida en el momento de la
encarnación en el seno de María Virgen, es perfecto, al no solo no tener ni la
más mínima sombra de pecado, sino al divinizar y santificar su humanidad en el
momento de la encarnación, con su propia divinidad y santidad.
A
diferencia de los reyes de la tierra, que tienen reinos que son terrenos y, por
lo tanto, limitados e imperfectos, y pueden ser localizados en una extensión
geográfica particular, el Reino de Jesús “no es de este mundo”, porque es un
Reino celestial, que es el cielo mismo, y por eso no tiene localización
geográfica, y aunque existe en la tierra, tampoco puede localizarse en un
lugar, puesto que Él reina, por medio de la gracia santificante, en los
corazones de los que lo aman.
A
diferencia de los reyes de la tierra, cuyas coronas están tapizadas por dentro
con telas acolchadas para que el peso de los materiales preciosos de la corona
no lastime sus sienes, y están confeccionadas con oro puro, plata, diamantes, Nuestro
Rey lleva en sus sienes una corona de gruesas espinas que laceran su cuero
cabelludo y hacen salir de su Sagrada Cabeza torrentes de Sangre preciosísima,
más preciosa que el oro puro, la plata y los diamantes.
A
diferencia de los reyes de la tierra, que se visten con costosísimos vestidos
de seda y de lino, bordados con hilos de oro y plata, Nuestro Rey Jesucristo se
viste con un manto rojo, que es su Sangre, que corre a raudales de sus heridas
abiertas.
A
diferencia de los reyes de la tierra, que en sus horas de triunfo sobre sus
enemigos, son aclamados y vitoreados por las multitudes, que de esa manera les
agradecen el haberlos librado de sus enemigos, Jesús, Nuestro Rey, en la Hora de su más resonante
triunfo contra los mortales enemigos del hombre, el demonio, el mundo y la
carne, la Hora
de su agonía y muerte en la Cruz,
se ve abandonado por la inmensa mayoría de sus discípulos, de aquellos que
habían recibido milagros, dones, portentos, obras prodigiosas, sanaciones
milagrosas, aunque recibe el consuelo de la Presencia de su Madre, la Virgen, que llora sin
consuelo al pie de la Cruz, y el de los discípulos qeu lo aman, como Juan, quienes muestran su agradecimiento permaneciendo arrodillados ante la Cruz, besando las heridas de sus pies traspasados.
A diferencia
de los reyes de la tierra, que poseen un cetro de madera fina de ébano, como
signo de su poder terreno, el cetro de Nuestro Rey es la Cruz, formada de un tosco
madero, y con este cetro santo, el leño ensangrentado de la Cruz, gobierna el Universo entero,
el visible y el invisible.
A
diferencia de los reyes de la tierra, que cuando salen a batallar y ganan las
guerras, traen como cautivos y esclavos a otros hombres, además de riquezas
terrenas, como oro, plata, y toda clase de mercancías valiosas, Jesús Rey del
Universo, triunfante en el madero de la
Cruz en su lucha contra los tres enemigos mortales del
hombre, el demonio, el mundo y la carne, trae para los hombres toda clase de
bienes celestiales, el perdón de Dios, la filiación divina por la gracia, la
amistad con Dios, y todo su Amor y su Misericordia infinitos.
A diferencia de los reyes de
la tierra, que reinan desde sus sillones mullidos y tapizados en seda,
cómodamente sentados, y cuyas órdenes esclavizan a los hombres, Nuestro Rey
Jesucristo reina desde el madero ensangrentado de la Cruz, y desde allí emana sus
decretos reales, decretos de perdón, de amor y de paz de parte de Dios Padre
para con los hombres.
Porque reina desde la Cruz, la Iglesia le canta, por boca
de sus santos:
“El nuevo Rey/
de los siglos nuevos/
CRISTO JESÚS/
Sólo Él/
Llevó sobre sus espaldas/
El poder y la majestad/
De la nueva gloria:/
La CRUZ,/
Como dice el profeta:/
Rey es el Kyrios/
Desde el madero”[1].
Y fuimos nosotros los que
subimos a Nuestro Rey a la Cruz,
con nuestros pecados, porque si los reyes de la tierra son puestos en sus
lugares de poder por los hombres, sin haber hecho ningún mérito por la
salvación de la humanidad, Nuestro Rey en cambio fue levantado en alto en el
leño de la Cruz,
por la maldad de nuestros corazones, y eso a pesar de que obró para con
nosotros la obra más grande que jamás pueda concebirse, la obra de la Redención.
A Nuestro Rey, que reina
desde el madero ensangrentado de la
Cruz, le cantamos como Iglesia: “Ante Ti, Hombre-Dios
crucificado, Jesucristo, Rey del Universo, hincamos nuestras rodillas y te
adoramos; que Tu Preciosísima Sangre caiga sobre nosotros y sobre el mundo
entero, para que por esta Sangre tuya, la Sangre del Cordero, quedemos libres de toda culpa
y así, con el corazón encendido en amor santo hacia Ti, continuemos en la
eternidad, en los cielos, esta humilde adoración que te brindamos en el tiempo,
arrodillados ante tu Cruz”.
Pero además de la Cruz, Jesucristo Rey del
Universo reina desde la
Eucaristía, y por eso también doblamos nuestras rodillas ante
Nuestro Rey Jesús en la
Eucaristía, y a Él le ofrecemos el humilde homenaje de
nuestra adoración.
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