martes, 2 de abril de 2013

Miércoles de la Octava de Pascua



         “Lo reconocieron al partir el pan” (Lc 24, 13-32). Jesús resucitado se aparece a los discípulos de Emaús. Éstos, al igual que María Magdalena, muestran claras señales de una fe inexistente, quebrantada o adulterada en las palabras de Jesús: se encuentran tristes, “con los rostros entristecidos”; van camino de Emaús, un pueblito ubicado a unos diez kilómetros al Oeste de Jerusalén, en dirección contraria a Galilea, donde había dicho Jesús que iba a aparecerse, señal de que no dan crédito a sus palabras; no reconocen a Jesús que camina al lado de ellos, pues sus ojos “estaban deslumbrados”, “nublados”. Al igual que María Magdalena, están anclados en los duros sucesos del Viernes Santo: ha sido tal la conmoción de ver a Jesús muerto en la Cruz, que sus mentes y corazones han quedado petrificados en el Viernes Santo. Como María Magdalena, aman a Jesús, porque vienen hablando de Él en el camino, pero también al igual que ella, no dan crédito a las palabras de Jesús de que habría de resucitar y, todavía más, no creen en el testimonio de las santas mujeres acerca de los ángeles y el sepulcro vacío.
         Esta falta de fe es lo que lleva a Jesús a reprocharles: “¡Oh hombres sin inteligencia, tardos de corazón para creer todo lo que han dicho los profetas! ¿No era necesario que el Cristo sufriese para entrar en su gloria?”.
         Claramente, los discípulos de Emaús rechazan la Cruz y en esto consiste su fe inexistente, quebrantada o adulterada: no es que no crean en Jesús, porque lo recuerdan como “profeta poderoso en obras y palabras”, sino que lo que no aceptan de Jesús es la Cruz, que implica sufrimiento, humillación, dolor y muerte. Ésta es la razón por la que Jesús en Persona les recuerda: “¿No era necesario que el Cristo sufriese para entrar en su gloria?”. Los discípulos de Emaús rechazan la Cruz de Cristo; quieren un Cristo victorioso: “el que habría de liberar a Israel”, pero sin Cruz, sin sufrimiento, sin sacrificio.
         El rechazo de la Cruz adultera, ensombrece, opaca, la visión de fe y así el alma se vuelve incapaz de reconocer a Cristo resucitado.
         “Quédate con nosotros, porque el día declina”, le piden a Jesús y luego, en la fracción del pan, son iluminados por el Espíritu Santo y se vuelven así capaces de reconocer a Jesús. Allí se dan cuenta cómo les “ardía el corazón” cuando les hablaba de las Escrituras.
         También a nosotros nos puede pasar que nuestra fe se debilite e incluso se adultere y opaque, y esto sucede cada vez que negamos la Cruz, cada vez que rechazamos la Cruz, cada vez que pretendemos que esta vida terrena es para siempre. También nosotros somos como los discípulos de Emaús, “hombres sin inteligencia y tardos de corazón”, cada vez que pretendemos la gloria de Cristo resucitado pero sin el Cristo sufriente del Viernes Santo; cada vez que pretendemos milagros, pero sin llevar la Cruz de cada día; cada vez que queremos vivir como resucitados, pero sin ser crucificados.
         Pero también a nosotros, como a los discípulos de Emaús, Jesús nos acompaña, no un corto trayecto de diez kilómetros, sino a lo largo de toda nuestra vida terrena y, antes de que se lo pidamos, Él “se queda con nosotros porque el día oscurece”, es decir, porque esta vida se pasa y viene la noche de la muerte corporal, noche que conduce a la otra vida, a la vida eterna, la vida de la eterna alegría en la contemplación de Dios Uno y Trino.
         Como a los discípulos de Emaús, también a nosotros nos dona su Espíritu para que lo reconozcamos en la fracción del pan, la Eucaristía.

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