“Lo reconocieron al partir el pan” (Lc 24, 13-32). Jesús resucitado se aparece a los discípulos de
Emaús. Éstos, al igual que María Magdalena, muestran claras señales de una fe
inexistente, quebrantada o adulterada en las palabras de Jesús: se encuentran
tristes, “con los rostros entristecidos”; van camino de Emaús, un pueblito
ubicado a unos diez kilómetros al Oeste de Jerusalén, en dirección contraria a
Galilea, donde había dicho Jesús que iba a aparecerse, señal de que no dan
crédito a sus palabras; no reconocen a Jesús que camina al lado de ellos, pues
sus ojos “estaban deslumbrados”, “nublados”. Al igual que María Magdalena,
están anclados en los duros sucesos del Viernes Santo: ha sido tal la conmoción
de ver a Jesús muerto en la Cruz, que sus mentes y corazones han quedado
petrificados en el Viernes Santo. Como María Magdalena, aman a Jesús, porque
vienen hablando de Él en el camino, pero también al igual que ella, no dan
crédito a las palabras de Jesús de que habría de resucitar y, todavía más, no
creen en el testimonio de las santas mujeres acerca de los ángeles y el
sepulcro vacío.
Esta falta de fe es lo que lleva a Jesús a reprocharles: “¡Oh
hombres sin inteligencia, tardos de corazón para creer todo lo que han dicho
los profetas! ¿No era necesario que el Cristo sufriese para entrar en su gloria?”.
Claramente, los discípulos de Emaús rechazan la Cruz y en
esto consiste su fe inexistente, quebrantada o adulterada: no es que no crean
en Jesús, porque lo recuerdan como “profeta poderoso en obras y palabras”, sino
que lo que no aceptan de Jesús es la Cruz, que implica sufrimiento,
humillación, dolor y muerte. Ésta es la razón por la que Jesús en Persona les
recuerda: “¿No era necesario que el Cristo sufriese para entrar en su gloria?”.
Los discípulos de Emaús rechazan la Cruz de Cristo; quieren un Cristo
victorioso: “el que habría de liberar a Israel”, pero sin Cruz, sin
sufrimiento, sin sacrificio.
El rechazo de la Cruz adultera, ensombrece, opaca, la visión
de fe y así el alma se vuelve incapaz de reconocer a Cristo resucitado.
“Quédate con nosotros, porque el día declina”, le piden a
Jesús y luego, en la fracción del pan, son iluminados por el Espíritu Santo y
se vuelven así capaces de reconocer a Jesús. Allí se dan cuenta cómo les “ardía
el corazón” cuando les hablaba de las Escrituras.
También a nosotros nos puede pasar que nuestra fe se
debilite e incluso se adultere y opaque, y esto sucede cada vez que negamos la
Cruz, cada vez que rechazamos la Cruz, cada vez que pretendemos que esta vida
terrena es para siempre. También nosotros somos como los discípulos de Emaús, “hombres
sin inteligencia y tardos de corazón”, cada vez que pretendemos la gloria de
Cristo resucitado pero sin el Cristo sufriente del Viernes Santo; cada vez que pretendemos
milagros, pero sin llevar la Cruz de cada día; cada vez que queremos vivir como
resucitados, pero sin ser crucificados.
Pero también a nosotros, como a los discípulos de Emaús,
Jesús nos acompaña, no un corto trayecto de diez kilómetros, sino a lo largo de
toda nuestra vida terrena y, antes de que se lo pidamos, Él “se queda con
nosotros porque el día oscurece”, es decir, porque esta vida se pasa y viene la
noche de la muerte corporal, noche que conduce a la otra vida, a la vida
eterna, la vida de la eterna alegría en la contemplación de Dios Uno y Trino.
Como a los discípulos de Emaús, también a nosotros nos dona
su Espíritu para que lo reconozcamos en la fracción del pan, la Eucaristía.
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