“Ustedes
son testigos de todo esto” (Lc 24,
35-48). La aparición de Jesús resucitado en medio de los discípulos, constituye
todo un programa de vida y un mandato misionero para toda la Iglesia.
Como
los discípulos, a quienes Jesús les recuerda que Él les había profetizado que
debía sufrir y morir, tal como estaba anunciado en las Escrituras, así el
cristiano debe cargar la cruz todos los días para morir a sí mismo, y su luz
para obrar debe ser la lectura diaria de la Palabra de Dios.
Así
como los discípulos están “hablando de Jesús” en el momento en el que se les
aparece, como símbolo de la oración, así el cristiano debe orar todos los días,
movido por la fe en Jesús, para que Jesús resucitado se le manifieste en la
oración.
Así
como los discípulos se ven embargados por una alegría inconmensurable, tan
grande que “se resistían a creer”, así el cristiano que reza, que lee la
Escritura, que lleva su cruz todos los días, que se encuentran con Jesús en la
oración, recibe de este encuentro la participación en la alegría del Ser divino
de Jesús, en un grado tal que las tribulaciones diarias se convierten en
ocasión de más y más alegría, por la esperanza de la vida futura.
Así
como Jesús, a los discípulos que están en la casa hablando de Él “les abre la
inteligencia para que puedan comprender las Escrituras” y los constituye en “testigos”
de su Pasión y Resurrección, además de hacerlos participar de su alegría, de
iluminarlos con su luz de resucitado y de concederles su paz, basada en el
perdón y en el Amor divino, así el cristiano que, estando en la Casa de Dios,
la Iglesia, recibe la aparición de Jesús resucitado en la Eucaristía y por la
Eucaristía recibe el Amor, el perdón, la paz y la alegría de Jesús resucitado, debe
ser “testigo de todo esto”, es decir, debe dar testimonio, con obras y no con
palabras, proclamando que Jesús ha resucitado y se aparece cada vez, en el
misterio de la fe, oculto en lo que parece pan pero no lo es, la Eucaristía.
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