martes, 23 de abril de 2013

“Yo Soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en Mí no permanezca en tinieblas”



“Yo Soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en Mí no permanezca en tinieblas” (Jn 12, 44-50). Jesús revela que, además de ser Él “la luz”, ha venido para iluminar a aquellos que creen en Él, para que no “permanezcan en tinieblas”. Para dimensionar el alcance de su auto-revelación como “Luz” –obviamente, no se trata de una luz creada, participada, terrena, limitada, sino la luz que es Él mismo, una Luz Increada, en Acto Puro de Ser, celestial, infinita-, es necesario considerar previamente el estado de tinieblas en el que se encuentran el mundo y las almas que en él habitan. Él mismo da un indicio de estas tinieblas del mundo, a las cuales Él ha venido a derrotar: “Yo Soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en Mí no permanezca en tinieblas”. Claramente, viene a este mundo, que está en tinieblas, para iluminar a los que creen en Él, para que no “permanezcan” en las tinieblas.
¿De qué tinieblas se trata? Se trata de unas tinieblas en las que el hombre “permanece”, en el sentido de estar aprisionado por ellas. No se trata de las tinieblas cósmicas, las que sobrevienen luego del ocultamiento natural del sol; no son las tinieblas que se ciernen sobre el mundo creado al finalizar el día para dar lugar a la noche; estas son tinieblas naturales, creadas por Dios, y por lo tanto buenas, ya que así ha dispuesto el Creador que se sucedan los días y las noches.
Las tinieblas que ha venido a iluminar Jesús, que envuelven y esclavizan al hombre, son de dos tipos: las tinieblas del error y de la ignorancia, y las tinieblas del infierno. Son las tinieblas descriptas en el cántico entonado por Zacarías para anunciar al Mesías: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1, 68-79).
Zacarías es muy preciso en el describir la naturaleza siniestra de las dos clases de tinieblas que envuelven al mundo y al hombre que en él habita, las del infierno y las de la ignorancia acerca de Dios y su Cristo. Las tinieblas que envuelven al mundo y al hombre son “sombras de muerte” en un doble sentido, porque los ángeles caídos son seres espiritual e irreversiblemente muertos a la gracia divina, que provocan la muerte espiritual a quienes entran en contacto con ellos, mientras que las tinieblas de la mente humana, consecuencia del pecado original, conducen a la muerte porque están basadas en el error y en la ignorancia. Jesús, en cuanto Luz, derrota a ambas clases de tinieblas, porque la luz que Él emite no es una luz inerte, creatural, sino viva, Increada, porque Él es esa misma luz. Puesto que esa luz surge del Acto de Ser de la Trinidad, posee la vida misma de la Trinidad, vida que comunica por participación al alma que es iluminada por Él, y junto con la vida divina, comunica el Amor, la paz, la alegría de Dios Uno y Trino. No sucede así con el ángel caído, que se ha vuelto voluntariamente refractario –y para siempre, de modo irreversible- a la luz divina, y por eso la rechaza con todas sus fuerzas, y es el motivo por el cual los ángeles rebeldes nunca jamás volverán a ver la luz de Dios, a Dios, que es luz, y permanecerán para siempre en tinieblas, siendo ellos mismos sus propias tinieblas de odio y muerte.
En esta condición del ángel caído de ser tinieblas eternas –tinieblas vivas en las que sólo hay odio y muerte para siempre-, está la clave del porqué es necesaria la fe en Cristo Jesús: porque Él es luz y da la vida, el Amor y la paz de Dios a quien Él ilumina, pero para que un alma sea así iluminada por Él, debe voluntariamente abrir su mente y su corazón a la Revelación tal como se encuentra en el Magisterio; debe someter su razón a la Fe de la Iglesia; debe abrir su corazón a la bondad divina; debe, en consecuencia, obrar las obras de la luz, que son las obras de la compasión, de la caridad, de la misericordia; debe, en definitiva, permitir, libremente, ser iluminado por Él. Es por esto que Jesús dice que iluminará a “aquel que crea en Él”: “Yo Soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en Mí no permanezca en tinieblas”. Jesús no iluminará a quien no crea en Él, porque ese tal demuestra que no tiene fe en Él y por lo tanto rechazará la luz y hará vano el intento de Jesús de sacarlo de las tinieblas.
“Yo Soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en Mí no permanezca en tinieblas”. La Eucaristía es el potentísimo Faro de Luz divina que ilumina las tinieblas de la mente y del mundo, y arroja lejos de sí a las tinieblas vivientes, los ángeles de la oscuridad. Adorar la Eucaristía, consumir la Eucaristía con fe y con amor, significa ser revestidos de la luz del Cordero, “la lámpara de la Jerusalén celestial” (cfr. Ap 21, 23). 

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