“El
que cree en el Hijo tiene Vida eterna” (Jn
3, 31-36). Jesús contrapone, en este Evangelio, a Él, que viene “de arriba”, es
decir, del cielo, con quienes están “abajo”, es decir, en la tierra. Él, que
viene del cielo, “está por encima de todos”, porque lo celestial “está sobre
todo”, mientras que lo terreno tiene las limitaciones de la tierra. Él es
testigo de las cosas de Dios; ha visto y oído, desde la eternidad, lo que su
Padre Dios le ha comunicado, su Ser divino, porque es Dios como Él, y ése es el
fundamento de su autoridad. Las palabras de Jesús son, por lo tanto, las
palabras del mismo Dios; recibir las palabras de Jesús es recibir las palabras
del mismo Dios, y como Dios es Vida y Vida eterna en sí mismo, quien recibe la
Palabra de Dios recibe la Vida de Dios que es Vida eterna. Es decir, quien
recibe a Jesús y a su Evangelio, recibe la Vida eterna de Dios y se salva; por
el contrario, quien rechaza a Jesús, Palabra eterna de Dios, rechaza la única
fuente de Vida eterna y se auto-condena a sí mismo a la muerte eterna, porque
no hay otra fuente de vida posible.
Ahora
bien, puesto que esta Palabra de Dios, se ha encarnado en Jesús de Nazareth y
Jesús de Nazareth, cumpliendo el designio divino ha realizado su misterio pascual
de muerte y resurrección y prolonga su encarnación en la Eucaristía, quien
rechaza la fe de la Iglesia en la Eucaristía, rechaza la única fuente de Vida
eterna que Dios Uno y Trino ofrece a la humanidad para su salvación. Es a esto
a lo que Jesús se refiere cuando dice: “El que se niega a creer en el Hijo en la Eucaristía no verá la Vida, sino
que la ira de Dios pesará sobre él”. Por el contrario, “el que cree en el Hijo en la Eucaristía, tiene Vida eterna”.
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