“A
ustedes la casa les quedará desierta” (Lc
13, 31-35). Le advierten a Jesús de que su vida corre peligro, porque Herodes
quiere matarlo, pero Jesús, aun sabiendo que correrá la misma suerte de los
profetas, que también fueron asesinados a causa de la Palabra de Dios, no por
eso dejará de cumplir su misión. Por otra parte, no es que Jesús se anoticie
recién en este momento, cuando los fariseos le traen la novedad de que Herodes
quiere terminar con su vida: Jesús sabe, desde toda la eternidad, que ha de
morir en la cruz para redimir a la humanidad. De esta manera, Él se convierte,
al precio de su Sangre derramada en el Calvario, en el primer Bienaventurado,
porque en su Persona divina se concentra la persecución diabólica que,
utilizando instrumentos humanos, busca exterminar la presencia de Dios y de sus
emisarios en la tierra: “Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan,
y digan todo género de mal contra vosotros falsamente, por causa de mí” (Mt 5, 12). El hecho de que sea Herodes
quien quiera asesinarlo, no significa que se trate de un episodio político o
socio-político; en otras palabras, Herodes no busca asesinar a Jesús porque vea
en Jesús a un posible rival para su reyecía; ni siquiera la instigación de los
fariseos es la causa final del deseo de ver morir a Jesús, porque los fariseos
no quieren matar a Jesús por un mero apasionamiento humano: detrás de los
deseos homicidas de Herodes y de los fariseos, se encuentra la siniestra
persona angélica del Príncipe de las tinieblas, que es quien en realidad,
desencadenará el inhumano y crudelísimo ataque sobre Jesús, buscando destruirlo
y aplastarlo. El Demonio, que sabía que Jesús era Dios[1],
buscaba destruir a Jesús, porque en su odio satánico buscaba lo imposible:
destruir a Dios en Jesús; pensaba que si destruía a Jesús, destruía a Dios, y
por eso empleó todas sus fuerzas demoníacas y utilizó toda su astucia satánica
para tentar a los hombres e inducirlos a cometer toda clase de perversidades,
con tal de lograr su imposible objetivo: vencer a Jesús, que era Dios.
“A
ustedes la casa les quedará desierta”. Jesús sabe que ha de morir, porque ése
es el plan trazado por el Padre desde la eternidad, para la salvación de la
humanidad. Dentro de este plan salvífico, está comprendida su muerte en cruz,
que será una muerte redentora, porque salvará a muchos, al mismo tiempo que
servirá de castigo para los ángeles rebeldes, quienes recibirán su paga por su
perfidia diabólica. Asimismo les advierte, a los hombres perversos que se unan
a los ángeles caídos, que “la casa les quedará desierta”, es decir, el alma les
será privada para siempre de la gracia santificante y por lo tanto de la
inhabitación trinitaria. Les está anticipando así, que sufrirán el mismo
destino de los ángeles rebeldes, la eterna condenación. “A ustedes la casa les
quedará desierta”: la casa es el alma, y el hecho de que quede “desierta”,
significa que queda el alma privada de la gracia de Dios y por lo tanto sin la
presencia de las Tres Divinas Personas, como pago por su alianza con el Ángel
caído, y esto es lo que le sucedió a Judas Iscariote.
“A
ustedes la casa les quedará desierta”. Todo cristiano es libre de elegir, entre
seguir a Cristo Jesús y sufrir lo que Él sufrió, la persecución por causa del
Reino de Dios, o aliarse al Príncipe de las tinieblas y gozar de paz en este
mundo, al precio de ver su “casa desierta”, sufriendo el mismo destino de Judas
Iscariote. No hay posiciones intermedias, y lo que cada uno elija, eso se le
dará (cfr. Eclo 18, 17). Que la Madre
de Dios nos conceda elegir siempre el Camino Real de la Cruz, el ser
perseguidos por causa de su Hijo Jesús, de manera tal que nunca jamás, ni
nosotros, ni nuestros seres queridos, escuchemos de los labios del Justo Juez,
la terrible sentencia: “A ustedes la casa les quedará desierta”.
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