(Domingo
XXX - TO - Ciclo A – 2014)
“Amarás al Señor, tu Dios, y a tu prójimo, como a ti mismo”
(Mt 22 34-40). Un fariseo, para poner
a prueba a Jesús, le pregunta cuál es el mandamiento más importante, y Jesús le
contesta con un mandamiento que en realidad contiene a dos en uno solo: amar a
Dios “con todo el corazón, con toda el alma y con todo el espíritu”, y también
“amar al prójimo como a uno mismo”. Jesús finaliza su enseñanza diciendo que de
este mandamiento “dependen toda la ley y los profetas”, es decir, en este
mandamiento, en el amor a Dios y al prójimo, está contenida toda la ley de
Dios, necesaria para alcanzar la vida eterna.
Ahora bien, con respecto a este mandamiento, cabe hacer
algunas preguntas. Una de ellas es la siguiente: si los judíos ya conocían este
mandamiento, porque ya sabían que había que amar a Dios y al prójimo, según lo
establecía el Deuteronomio: “Shemá, Israel, escucha, Israel: el Señor es
nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alma y con todas tus fuerzas[1]”;
entonces, ¿cuál es la novedad de Jesús? En otras palabras, si los judíos ya
sabían que había que amar a Dios y también al prójimo, ¿qué diferencia hay
entre el mandamiento de Jesús y el mandamiento que ellos ya conocían? Porque
muchos pueden decir que si el mandamiento más importante de la Ley Nueva de
Jesús es amar a Dios y al prójimo y que los hebreos ya conocían este
mandamiento, entonces Jesús no aporta nada nuevo a la Ley del Antiguo
Testamento. A esto hay que responder que hay una diferencia substancial entre
el mandamiento de Jesús y el de los hebreos y es tan substancial, que puede
decirse que se parecen sólo en la formulación extrínseca, y son tan diferentes,
que el mandamiento de Jesús es, como lo dice Jesús en la Última Cena,
verdaderamente nuevo: “Os doy un mandamiento nuevo” (Jn 13, 34).
¿En qué consiste la novedad del mandamiento nuevo de Jesús?
La
novedad del mandamiento nuevo de Jesús, la que lo hace substancialmente
diferente al mandamiento de la Antigua Alianza, radica en la cualidad del amor
con el que Jesús nos ama y nos manda amar para cumplir el mandamiento: “Os doy
un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”. En esto radica la novedad del mandamiento del
Amor de Jesús: en que el Amor con el que se debe vivir el Mandamiento Primero,
el amor a Dios y al prójimo, no es un amor meramente humano, sino el Amor
Divino, que es el Amor con el que Él nos amó desde la cruz. Jesús lo dice en la
Última Cena: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.
Aquí está la novedad radical del mandamiento de Jesús, que lo diferencia substancialmente del mandamiento de la Antigua Alianza, aun cuando en la formulación sean parecidos: en la Antigua Alianza, se debía amar a Dios y al prójimo con las fuerzas humanas, como lo establecía el Deuteronomio: “Amarás al Señor tu Dios “con todas tus fuerzas, con todo el corazón, con toda el alma y con todo el espíritu”; ahora, son las fuerzas humanas, sí, pero elevadas y potenciadas no al infinito sino elevadas cualitativamente a una capacidad de amor que supera infinitamente a la capacidad de amor de los ángeles, porque es la capacidad de amar de Dios Uno y Trino mismo. Por este motivo, el mandato de Jesús es substancialmente diferente al mandato de la Antigua Alianza.
En la Antigua Alianza, el mandamiento debía ser cumplido con las solas fuerzas humanas: “con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu”, pero las fuerzas humanas son débiles y de muy corto alcance, y por mucho que se esfuerce el hombre por cumplir este mandato, al pretender cumplirlo con sus solas fuerzas humanas, será siempre limitado e imperfecto. Por el contrario, en la Nueva Alianza, Jesús nos da un mandamiento “verdaderamente nuevo”, porque el principio con el cual debemos vivir ese mandamiento, es verdaderamente nuevo, y ese principio, es el Amor Divino: “Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”. Y eso quiere decir: "Amaos los unos a los otros con el amor con el que Yo os he amado". Jesús nos manda amarnos los unos a los otros, como Él nos ha amado, y Él nos ha amado con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que procede del Padre y de Él, que es el Hijo, y además nos ha amado hasta el extremo de dar la vida en la cruz, hasta la muerte de cruz. Por lo tanto, el amor con el cual debemos vivir el mandamiento nuevo de la caridad, es el Amor del Espíritu Santo; no es ya el solo amor humano, como en el Antiguo Testamento, y no es hasta el límite finito del amor humano, sino hasta los ilimitados confines del Amor divino del Hombre-Dios, y no debemos amar desde la comodidad de la mera existencia humana, sino que debemos amar desde la cruz, porque Jesús nos dice: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”, y Él nos ha amado hasta la cruz, hasta la muerte de cruz, con todo lo que esto significa, y por este motivo, el mandamiento de Jesús es radical y substancialmente nuevo, porque el Amor con el cual debemos vivir el Primer Mandamiento, el que manda amar a Dios y al prójimo, como a uno mismo, es el Amor de Dios y es un Amor de cruz, lo cual no existía en el Antiguo Testamento, sino que es propio y exclusivo del Nuevo Testamento.
Aquí está la novedad radical del mandamiento de Jesús, que lo diferencia substancialmente del mandamiento de la Antigua Alianza, aun cuando en la formulación sean parecidos: en la Antigua Alianza, se debía amar a Dios y al prójimo con las fuerzas humanas, como lo establecía el Deuteronomio: “Amarás al Señor tu Dios “con todas tus fuerzas, con todo el corazón, con toda el alma y con todo el espíritu”; ahora, son las fuerzas humanas, sí, pero elevadas y potenciadas no al infinito sino elevadas cualitativamente a una capacidad de amor que supera infinitamente a la capacidad de amor de los ángeles, porque es la capacidad de amar de Dios Uno y Trino mismo. Por este motivo, el mandato de Jesús es substancialmente diferente al mandato de la Antigua Alianza.
En la Antigua Alianza, el mandamiento debía ser cumplido con las solas fuerzas humanas: “con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu”, pero las fuerzas humanas son débiles y de muy corto alcance, y por mucho que se esfuerce el hombre por cumplir este mandato, al pretender cumplirlo con sus solas fuerzas humanas, será siempre limitado e imperfecto. Por el contrario, en la Nueva Alianza, Jesús nos da un mandamiento “verdaderamente nuevo”, porque el principio con el cual debemos vivir ese mandamiento, es verdaderamente nuevo, y ese principio, es el Amor Divino: “Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”. Y eso quiere decir: "Amaos los unos a los otros con el amor con el que Yo os he amado". Jesús nos manda amarnos los unos a los otros, como Él nos ha amado, y Él nos ha amado con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que procede del Padre y de Él, que es el Hijo, y además nos ha amado hasta el extremo de dar la vida en la cruz, hasta la muerte de cruz. Por lo tanto, el amor con el cual debemos vivir el mandamiento nuevo de la caridad, es el Amor del Espíritu Santo; no es ya el solo amor humano, como en el Antiguo Testamento, y no es hasta el límite finito del amor humano, sino hasta los ilimitados confines del Amor divino del Hombre-Dios, y no debemos amar desde la comodidad de la mera existencia humana, sino que debemos amar desde la cruz, porque Jesús nos dice: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”, y Él nos ha amado hasta la cruz, hasta la muerte de cruz, con todo lo que esto significa, y por este motivo, el mandamiento de Jesús es radical y substancialmente nuevo, porque el Amor con el cual debemos vivir el Primer Mandamiento, el que manda amar a Dios y al prójimo, como a uno mismo, es el Amor de Dios y es un Amor de cruz, lo cual no existía en el Antiguo Testamento, sino que es propio y exclusivo del Nuevo Testamento.
La
otra pregunta es con respecto al concepto de prójimo: ¿qué entendían los
hebreos con la palabra “prójimo”? Para los hebreos, el “prójimo”, era el que
pertenecía al Pueblo Elegido (cfr. X. León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, 730-731); en cambio, para el cristiano, el “prójimo” es
todo ser humano, sin importar su raza, su condición social, su edad, su color
de piel. Todavía más, el cristiano debe incluir en la categoría de “prójimo” a
aquel hermano suyo con el cual, por motivos circunstanciales, está enemistado,
es decir, aquel que es su enemigo, porque Jesús así lo manda: “Ama a tus
enemigos” (Mt 5, 44), “Bendice al que
te maldice” (Lc 6, 28), porque Él nos
amó, nos perdonó, nos bendijo desde la cruz y todavía más, dio su Sangre y su Vida
por nosotros, siendo nosotros sus enemigos, por lo cual no tenemos excusas para
no hacer lo mismo con nuestros
enemigos. El amor al prójimo que es enemigo no lo entienden quienes reducen el
cristianismo a los estrechos límites de la razón humana, como por ejemplo,
Sigmund Freud, el creador del psicoanálisis, quien sostenía que Jesús no podía
mandar algo imposible, como era precisamente, el amor a los enemigos. En cierto
sentido, tenía razón, porque humanamente, es imposible amar al enemigo, pero
Jesús no manda algo imposible, porque si manda amar a los enemigos, es porque nos
da aquello con lo cual podemos amarlos, y es el Amor de su Sagrado Corazón, el
Amor de Dios, el Espíritu Santo, que no es un mero amor humano, sino Amor Divino.
“Amarás
al Señor, tu Dios, y a tu prójimo, como a ti mismo”. El mandamiento nuevo de la
caridad está formulado de manera tal que sea imposible el auto-engaño por parte
del hombre, porque puede suceder, y sucede con mucha frecuencia, que creemos
que amamos a Dios y que Dios está contento y satisfecho con nosotros –e incluso
hasta creemos que Dios nos debe hasta pleitesía, de tan contento que está con
nosotros-, porque hacemos unas pocas oraciones mal hechas, porque cumplimos a
duras penas y con pereza el precepto dominical, porque damos, de vez en cuando,
de lo que nos sobra –lo cual no es caridad, y ni siquiera justicia-, porque por
fuera aparentamos ser personas piadosas y buenas, porque nuestra conciencia no
nos reprocha nada malo, porque no hemos matado a nadie, ni hemos robado ningún
banco. Sin embargo, lo que sucede, es que nuestra conciencia está adormecida y
endurecida, y se vuelto fría como una roca, y en realidad, somos despreciables
a los ojos de Dios, porque mientras cumplimos de forma mediocre y con tibieza
los deberes para con Él, somos despiadados para con nuestro prójimo, al no
socorrerlo en sus necesidades, al no preguntarle si tiene necesidad de algo, o
si, sabiendo que tiene necesidad de algo, miramos para otro lado; nos volvemos
despreciables a los ojos de Dios, y nuestras oraciones no llegan hasta sus
oídos, cuando cerramos nuestras manos egoístamente, para no dar nada a nuestros
hermanos que sufren, o cuando las cerramos en puño y la levantamos para
descargarlas en forma de golpes contra nuestros hermanos, o cuando soltamos la
lengua que sale como chasquido de látigo para golpear, con la calumnia y la
difamación, el buen nombre y la honra de nuestros hermanos. Precisamente, para
que no nos engañemos en nuestro amor a Dios, es que el Primer Mandamiento está
formulado de manera tal que un mismo amor deba alcanzar dos objetivos o, lo que
es lo mismo, que el amor con el que debemos amar a Dios, deba pasar primero por
el filtro del amor al prójimo. De esta manera, se cumple a la perfección lo que
dice el Apóstol San Juan: “Quien dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a
su prójimo, a quien ve, es un mentiroso” (1
Jn 4, 20). Así, quien quiera amar a Dios verdaderamente, deberá pasar su
amor por el tamiz purificador del amor al prójimo, porque el prójimo es la
imagen viviente de Dios: si no se es capaz de amar a la imagen viviente de
Dios, entonces tampoco se es capaz de amar a Dios en Persona. Pero además, hay
otro motivo más profundo para amar al prójimo, y es la Presencia Personal,
invisible, misteriosa, pero no menos real, de Nuestro Señor Jesucristo, en
nuestro prójimo, sobre todo en el más necesitado, según sus propias palabras,
las palabras que Él dirá a los que se salven: “Tuve hambre, y me disteis de
comer (…) Tuve sed, y me disteis de beber..”, pero también a los que se
condenen: “Tuve hambre, y no me disteis de comer.. (…) Tuve sed, y no me
disteis de beber…” (cfr. Mt 25, 35-45),
lo cual está indicando que Él se encuentra verdadera y realmente Presente, de
modo invisible, en el prójimo, sobre todo en el que sufre, y esto quiere decir
que todo lo que hagamos a nuestro prójimo, en el bien como en el mal, se lo
hacemos a Jesús, y Él nos lo devuelve, en el bien y en el mal, multiplicados al
infinito, y para toda la eternidad.
Por
último, ¿dónde conseguir este Amor, para poder vivir de modo radical el Primer
Mandamiento?
En
la Santa Misa, porque allí el Hombre-Dios Jesucristo actualiza el Santo
Sacrificio de la Cruz, entregándose a sí mismo en la Eucaristía, donando la
totalidad del Amor Divino del Ser trinitario de Dios en cada Eucaristía. En la
Misa, Jesús hace lo mismo que hace en la cruz: derrama su Sangre en el cáliz y
entrega su Cuerpo en la Eucaristía y en ambos, entrega su Amor, que es el Amor
del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, el Amor de Dios, que enciende al alma
en el Fuego del Amor Divino. “Amarás al Señor, tu Dios, y a tu prójimo, como a
ti mismo”. Quien desee cumplir el mandamiento de la Ley Nueva de la caridad, el
mandamiento que exige amar al prójimo con un amor de cruz, con un amor que
exige amar incluso al enemigo; un mandamiento que exige amar al prójimo con un
amor sobrenatural, celestial, que acuda a la Santa Misa, a alimentarse de la
Fuente inagotable del Amor Divino, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario