“Estén
preparados, ceñidas las vestiduras y con las lámparas encendidas” (Lc 12, 35-38). Jesús utiliza la imagen
de un hombre que regresa de improviso de una fiesta de bodas, a quien sus
servidores lo esperan, “vigilantes, atentos, y con las vestiduras ceñidas, las
lámparas encendidas”, para graficar cómo debe ser el estado de nuestra alma,
esperando su Venida. En la figura utilizada por Jesús, cada elemento tiene un
significado sobrenatural: el dueño de casa que regresa de una boda es Él, que
viene de improviso, ya sea el día de nuestra propia muerte –nadie sabe cuándo
ha de morir-, o bien el Día de su Segunda Venida en la gloria, la Parusía –nadie
sabe “ni el día ni la hora”-; los sirvientes, que deben estar vigilantes,
atentos, con sus vestiduras de servicio ceñidas –es decir, deben estar en
actitud de servicio- y con las lámparas encendidas –la luz de la lámpara
significa la gracia santificante, que ilumina el entendimiento con la luz
divina, así como la llama de la lámpara ilumina la oscuridad-, son los
cristianos, los bautizados en la Iglesia Católica, que al momento de ser
llamados a presentarse a recibir el Juicio Particular el día de su muerte,
deben poseer estos elementos: estar vigilantes, es decir, atentos para vivir en
gracia y no caer en pecado, lo cual es lo opuesto al estado de pereza, de quien
no quiere luchar para no evitar las “ocasiones próximas de pecado”; deben estar
vestidos con la túnica de servicio, o sea, deben, según su estado de vida,
obrar las obras de misericordia, corporales y espirituales, puesto que la túnica
de servicio indica actividad en la Iglesia; y por último, deben poseer sus
lámparas encendidas, es decir, deben estar en estado de gracia santificante, porque
la lámpara simboliza a la naturaleza humana, que es oscura y opaca sin la luz
de la gracia, y la luz de la lámpara encendida, es la humanidad en gracia, que
es iluminada por la luz divina, al ser hecha partícipe de la naturaleza divina.
“Estén
preparados, ceñidas las vestiduras y con las lámparas encendidas”. Jesús nos
pide luchar contra las tentaciones, evitar las ocasiones de pecados, obrar la
misericordia y vivir en gracia; sólo así seremos los siervos buenos, a los que
el mismo Señor recompensará, sirviéndolos Él a la mesa, invitándonos, el día de
nuestra muerte, a pasar a gozar del banquete que dura para siempre, el Banquete
del Reino de los cielos, en donde se sirven manjares exquisitos: Carne de
Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo; Pan de Vida eterna, que
da la vida divina de Dios Uno y Trino, y Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la
Sangre del Cordero de Dios, la Eucaristía. Ése es el premio para los siervos
que están atentos, con las vestiduras ceñidas y con las lámparas encendidas,
esperando el regreso de su Señor.
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