(Domingo
XXVIII - TO - Ciclo A – 2014)
En
esta parábola (cfr. Mt 22, 1-14),
Jesús nos describe a un rey que organiza un banquete en su castillo y decide
enviar a sus criados para que llamen a los invitados, porque el banquete ya
está listo. El motivo del banquete son las bodas nupciales de su hijo
unigénito, de manera que el rey se ha esmerado en preparar un banquete
memorable, con “manjares suculentos”, de “vinos añejados”, de “manjares
suculentos, medulosos” de “vinos añejados, decantados” (cfr. Is 25, 6-10a y por eso envía las
invitaciones a sus amigos, quienes son de esta manera, invitados privilegiados
del rey y de su hijo. Sin embargo, sucede que los invitados, a pesar de ser
amigos del rey –y ésa es la razón de su invitación tan exclusiva- y a pesar de
saber que, por tratarse del rey, el banquete al cual los está invitando no es
un banquete cualquiera, sino un banquete en donde se sirven manjares
suculentos, imposibles de encontrar en otro lugar que no sea el castillo del
rey, no sólo “no tienen en cuenta la invitación”, excusándose con los motivos más
banales y fútiles –se van “al campo, a sus negocios”-, rechazando la invitación
del rey y despreciando su banquete, al cual lo dejan de lado por sus asuntos
mundanos y burgueses, sino que se convierten, inexplicablemente, en “homicidas”,
como lo dirá el mismo rey, matando a sus servidores. Este gesto de
desconsideración, de desprecio, de indiferencia, de ultraje y de malicia hacia
su banquete, hacia su persona y hacia su hijo por parte de los primeros
invitados, los que habían sido elegidos por el rey por ser sus amigos, y el
hecho de que estos desprecien su amor de amistad expresado en el banquete que
él con tanto esmero ha preparado, provoca tal indignación en el rey, que envía
a hacer incendiar la ciudad y a que “acaben con esos homicidas”. Además, cambia
la orden original a sus criados: puesto que los primeros invitados se han
mostrado absolutamente indignos de la invitación, de su amor de amistad, y del
banquete preparado con tanto esmero, porque lo han despreciado por asuntos
mundanos y burgueses e incluso han llegado hasta la malicia inaudita de
asesinar a sus servidores, el rey, despechado en su amor de amistad, y como el
banquete ya está preparado y su corazón es enormemente generoso, decide no solo
“acabar con esos homicidas”, sino que ordena a sus criados invitar en su lugar a
“todos aquellos que se encuentren por el camino”, y es así como su salón de
fiesta se llena de convidados, pero no con los convidados originales, sino con aquellos
que ni siquiera conocían al rey ni sabían nada del banquete, y que no eran sus
amigos ni poseían la dignidad para entrar en el palacio real, pero que desde el
momento en que aceptan la invitación, se convierten en amigos del rey, se
vuelven dignos de su banquete, y reciben su amor de amistad.
Para
poder aprehender el sentido sobrenatural de la parábola, hay que tener en
cuenta que los elementos y personajes en la parábola, a su vez, hacen referencia a realidades sobrenaturales. ¿Cuáles son estos?
El
Rey que organiza un banquete memorable, con “manjares suculentos”, de “vinos
añejados”, de “manjares suculentos, medulosos” de “vinos añejados, decantados”
(cfr. Is 25, 6-10a), es Dios Padre y el motivo son los desposorios místicos de su Hijo con la humanidad en la Encarnación; el Hijo Unigénito que se desposa, es Jesucristo, Dios Hijo encarnado, que al asumir hipostáticamente la
naturaleza humana en el seno virgen de María Santísima, consuma los desposorios
místicos de Dios con la humanidad; el Amor con el cual el rey, Dios Padre, invita
a sus amigos a la boda de su Hijo, Jesús, el Verbo de Dios Encarnado, es el
Espíritu Santo; su castillo es el Reino de Dios, ya sea en el cielo, o en la
tierra, la Iglesia; el Banquete es la Santa Misa; los “manjares suculentos, medulosos” de “vinos añejados, decantados” servidos en este Banquete celestial que es la Santa Misa, el Santo Sacrificio del Altar, son; la Carne del Cordero de Dios, asada en
el Fuego del Espíritu Santo, el Cuerpo glorioso de Jesús resucitado; el Pan de
Vida eterna, el Maná Verdadero bajado del cielo, la Humanidad Santísima de
Nuestro Señor Jesucristo, inhabitada por el Ser trinitario divino, y el Vino de
la Alianza Nueva y Eterna, exprimido en la Vendimia y en el Lagar de la Pasión,
la Sangre del Cordero de Dios, Jesús de Nazareth; los primeros invitados, los
que se muestran indignos de la invitación, son el Pueblo Elegido, puesto que
rechaza al Mesías, pero son también todos los católicos, los integrantes del
Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica, cuando desprecian el banquete celestial,
el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, por sus asuntos mundanos y
burgueses; el segundo grupo de invitados, los que son encontrados a la vera del
camino, que no tenían ni idea acerca de la existencia del rey, ni gozaban de su
amistad de predilección, ni estaban invitados en primera instancia al banquete
del rey, son los gentiles, porque ellos aceptan al Mesías, rechazado por el
Pueblo Elegido, pero representan también a los paganos que, en el puesto de los
católicos de los últimos tiempos, los reemplazarán a estos, debido a que los
católicos, a imitación del Pueblo Elegido que rechazó al Mesías y lo crucificó,
también rechazan a su Mesías, que se entrega en cada Santa Misa, en la
Eucaristía, y lo vuelven a crucificar con sus desprecios, con sus indiferencias,
con sus ignominias, con sus ultrajes, porque los católicos son esos invitados
primeros de la parábola, que se muestran indignos del Banquete del Rey, la
Santa Misa dominical, toda vez que la dejan de lado por las diversiones
mundanas (espectáculos televisivos, deportivos, de cine, de teatro, culturales,
musicales, etc.); los paganos, conversos en los últimos momentos de la
historia, alejados del castillo del rey, sin gozar de su amistad y sin conocer
de su Banquete, la Santa Misa, sin embargo, una vez concedida la gracia de la
conversión, se muestran agradecidos y fervientes amantes de la Eucaristía
dominical, y aprecian con muchísimo más
amor y respeto el don de la Santa Misa, que miles de católicos que, habiendo
conocido la Santa Misa desde niños, también desde niños o desde muy jóvenes, la
abandonaron por diversiones mundanas, cuando no por acedia –pereza espiritual-
o por diversiones pecaminosas.
Sin
embargo, para completar el significado de la parábola, falta un episodio, que
se encuentra hacia el final de la misma, y que si no se presta un poco de
atención, desconcierta un poco, y es el momento en el que el rey encuentra al
invitado sin traje de fiesta.
En
efecto, hacia el final de la parábola, y cuando todos los nuevos invitados ya
están en el palacio del rey, éste se acerca a uno, que no tiene traje de bodas,
y entabla con él diálogo que no termina de la mejor manera para el recién
llegado: “Amigo, -le dice el rey, encontrándolo en plena fiesta-, ¿qué haces
sin el traje de fiesta?”. El invitado, sorprendido, no contesta nada;
inmediatamente, el rey ordena a los guardias que lo “aten y de pies y manos” y
que “lo arrojen a las tinieblas exteriores”, en donde habrá “llanto y rechinar
de dientes”. Sorprende la reacción del rey, que parece bastante
desproporcionada, en relación a uno que ha sido encontrado en la fiesta sin
traje de fiesta y sorprende tanto más, cuanto que, los que están participando
de la fiesta, no son precisamente los invitados originales, esto es, los que
tenían el traje de fiesta y por lo tanto
estaban preparados para la misma, sino “los que han sido encontrados en el
camino”, y por lo tanto, no tienen el traje de fiesta. Se supone que este tal,
también ha sido encontrado en el camino al igual que los otros y que por lo
tanto, al igual que los otros, tampoco posee el traje de fiesta. ¿Por qué,
entonces, la reacción tan dura y desproporcionada –“atarlo de pies y manos” y
“arrojarlo afuera”, donde habrá “llanto y rechinar de dientes”-, por el hecho
de no poseer el traje de fiesta, sino es el único, puesto que todos los demás
invitados tampoco lo poseen? ¿Por qué la reacción sólo contra éste? Si se
procede así contra este, que no tiene el traje de fiesta, no debería procederse
de igual manera con todos los demás? O, también al revés, si se deja entrar a
todos sin el traje de fiesta, ¿por qué no dejarlo tranquilo a este fulano, que
tampoco tiene traje de fiesta, como todos los demás? ¿Por qué echarlo sólo a
éste? ¿Acaso el rey está haciendo acepción de personas? ¿O qué es lo que hay –o
no hay- en este personaje, que merece la expulsión del rey?
Para
responder a estas preguntas, y para entender esta última escena de la parábola,
debemos ampliar también su significado sobrenatural: además de la Santa Misa,
el Banquete del Rey significarían tanto el Juicio Particular de quien muere en
pecado mortal, como el Día del Juicio Final, para todos los que hayan muerto en
pecado mortal.
Esto
nos lleva a repasar el Catecismo de la Iglesia Católica, para recordar qué es
lo que sucede en un alma que muere en pecado mortal. El Catecismo, en su
Compendio, en el número 212, dice: “El Infierno consiste en la eterna
condenación de quienes libremente eligen morir en pecado mortal”. ¿Qué sucede
en el momento de la muerte? Puesto que somos una unidad substancial de alma y
cuerpo, la muerte corporal acaece cuando el alma no se encuentra ya más en
grado de sostener las funciones vitales mínimas corporales, por lo que, luego
de una lucha agónica por permanecer a su otro co-principio, el cuerpo, el alma
se desprende del mismo, dejándole de comunicar de su vida: es entonces cuando
sucede la muerte corporal, puesto que el cuerpo, sin el flujo de vida que le
significaba el alma para sus órganos vitales, cesa en sus funciones; a su vez,
el alma, sin poder permanecer más unida o conectada al cuerpo, al cual le
comunicaba de su vitalidad, se separa de éste. Los destinos de ambos, cuerpo y
alma, son distintos, y se corresponden a lo que son: el cuerpo, a la tierra, el
alma, un destino espiritual. Precisamente, lo más importante, es el destino
inmediato del alma luego de la muerte: ésta es conducida ante la Presencia de
Dios Uno y Trino, para recibir su Juicio Particular; allí ve a Dios en la
majestad e impecabilidad de su Ser trinitario, al tiempo que se ve a sí misma,
tal como murió: si murió en gracia, desea unirse inmediatamente a Dios; si
murió con pecados veniales, desea ir al Purgatorio, sin perder un instante,
para purificarse y así poder ingresar al Reino de los cielos, para gozar de la
Presencia de Dios lo antes posible; si murió en pecado mortal, se da cuenta de
que ya es tarde para arrepentirse, de que ya no hay sacerdotes para confesarse
y, lo más importante de todo, se da cuenta de que Dios ya no puede hacer nada
por ella, porque todo lo que podía hacer por ella lo hizo en esta vida: se
Encarnó en el seno de la Virgen, para su salvación; murió en la Cruz, para su
salvación, derramando hasta la última gota de su Sangre Preciosísima por ella;
resucitó, para su salvación; se donó a sí mismo en la Eucaristía cada Domingo,
y la esperaba todas las veces que quisiera, en el Sacramento de la Penitencia,
para que abandonara su vida de pecado y viviera en gracia y así pudiera estar
preparada para ingresar el Reino de los cielos cuando Él la llamara ante su
Presencia, y sin embargo, el alma se da cuenta ahí, en ese momento, de cuán
necia fue, porque prefirió las cenizas y el sabor amargo del pecado, antes que
la dulzura y la miel de la Misericordia Divina, que se le ofrecía en cada
Confesión Sacramental y en cada Eucaristía, y ahora se da cuenta también de
que, por un pecado que duró segundos y cuyo placer se esfumó en minutos, le
espera toda una eternidad de dolor, de llanto, de desesperación, porque se da
cuenta de que nunca jamás podrá estar en Presencia del Dios Amor; el alma se da
cuenta de que ya no puede entrar en el cielo, en donde tiene la lugar la Fiesta
que no tiene fin, el Banquete celestial, la Danza Festiva del cielo, en donde
todos están alegres, con una alegría que los desborda y que no les será quitada
jamás, porque prefirieron la Eucaristía antes que el pecado, y ella, el alma
que en vida se reía de la Eucaristía y prefería el pecado antes que la Carne
del Cordero, pide ser separada de la Presencia de Dios para siempre, para que
su carne y su alma se quemen para siempre en el Abismo Eterno, en el Abismo en
donde no hay redención, en el Lugar Horroroso, en el que todos los que entran
pierden la esperanza, porque allí no reina el Amor de Dios, sino el odio de
Satanás, de los ángeles apóstatas y de los hombres condenados; allí, en ese
crucial momento en el que acaba de morir en pecado mortal, luego de cometer ese
pecado al cual la Santa Madre Iglesia, de todas las maneras posibles, le había
suplicado que no cometiese –los pecados prohibidos en los Diez Mandamientos,
entre otros, no verás pornografía, no cometerás adulterio, no cometerás actos
impuros, no blasfemarás, no dejarás de santificarás las fiestas, no dejarás de
respetar tu matrimonio, no deshonrarás a tu padre y a tu madre, olvidándote de
ellos y maltratándolos, no formes parte de sociedades secretas, no cometas
actos de brujería, no juegues al tablero ouija, no adores al dinero ni a las cosas materiales-, pero que ella se empecinó y se
obstinó en cometerlo, a pesar de todas las advertencias, allí, en ese momento,
que la separa del tiempo y la eternidad, sin que Dios pronuncie una palabra, el
alma sola, vuelve a verse a sí misma manchada con la mancha pestilente y
maliciosa del pecado que acabó de cometer, antes de morir y sintiendo en su
corazón no solo la ausencia total de amor hacia Dios, hacia el prójimo con el
cual cometió el pecado, hacia sus padres y antepasados, o hacia sus hijos y hacia
todos los que conoció en su vida terrena, sino sintiendo al mismo tiempo que
su corazón se llena de un odio inexplicable, insoportable, pero que la invade
toda y que la gobierna toda, en un último acto de desprecio hacia Dios, a quien
había despreciado ya prefiriendo el pecado antes que la gracia, le dice, con
alegría infernal y con un grito de triunfo demoníaco: “¡Me separo de Ti para
siempre!”, y ella sola pide ser precipitada y es precipitada al Abismo, en
donde al caer, pesadamente, comienza a experimentar, además del crecimiento
inusitado del odio en su corazón, los dolores del alma y del cuerpo, que la
acompañarán para toda la eternidad, además de comenzar a experimentar el terror
insoportable de la visión de las otras almas condenadas y de los demonios.
“Amigo,
¿qué haces sin el traje de fiesta?”. Esto es lo que está representado en la
última escena de la parábola, en la que el rey encuentra a este invitado sin el
traje de fiesta: es el alma que muere en pecado mortal y es conducida a su
Juicio Particular, y es encontrada sin el traje de fiesta necesario para entrar
en el Banquete del Reino de los cielos, es decir, la gracia santificante. Una
tal alma, no puede ingresar al Reino de los cielos, y es arrojada “a las
tinieblas de afuera”, en donde hay “llanto y rechinar de dientes”, es decir, el
infierno, y los encargados de ejecutar la terrible sentencia final, los
guardias de la parábola, son los ángeles de Dios.
Pero,
como dice el Catecismo[1],
todos estamos invitados al Banquete del Rey, la Santa Misa. Quien no quiere
aceptar el Convite que dura para siempre, se auto-excluye, para siempre, por
libre decisión. Ésta es la enseñanza de la parábola del rey que organiza un
banquete. No despreciemos, por lo tanto, la Santa Misa dominical, en donde el
Rey de los cielos nos convida el manjar más suculento que jamás pueda ser
concebido: la Carne del Cordero de Dios, el Pan de Vida eterna, y el Vino de la
Alianza Nueva y Eterna, la Eucaristía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario