domingo, 19 de octubre de 2014

“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”


“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12, 49-53). Jesús no está hablando, obviamente, del fuego material, sino de un fuego espiritual, y es el Fuego del Espíritu Santo, el Fuego del Amor de Dios, el Fuego de “Dios, que es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 8).
“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”. ¿Qué es este “fuego espiritual” que ha venido a traer Jesús, y que Él desea “que ya esté ardiendo”? El fuego es la Eucaristía, porque los Padres de la Iglesia llamaban a la Eucaristía “ántrax” o “carbón ardiente”, porque en Cristo su Humanidad Santísima es como el carbón, mientras que el Fuego que lo vuelve incandescente, es el Espíritu Santo, y esto sucede desde el primer instante de la Encarnación. Jesús en la Eucaristía es el Carbón Incandescente, que arde con las Llamas del Amor Divino y que quiere encender en este Amor Divino a todo aquel que lo reciba con un corazón contrito y humillado y con fe y con amor.
“Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”. Jesús ha venido a traer fuego sobre la tierra, y este fuego es el Fuego del Amor de Dios, el Fuego que inhabita en su Sagrado Corazón Eucarístico, y que se comunica por contacto al alma que libremente y con amor desea ser abrasada por este Fuego celestial. Que nuestros corazones, entonces, no sean como la roca, fríos, duros, insensibles al Amor de Dios que quiere encendernos en su Ardor; que nuestros corazones sean como la hierba seca, o como el leño seco, para que apenas entren en contacto con el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en las Llamas del Amor Divino, ardan al instante y se consuman en el ardor del Amor de Dios.
Jesús dice también algo que sorprende: que no ha venido a traer la paz, sino la división: “No he venido a traer la paz, sino la división”, de ahora en adelante, el padre estará dividido contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”. ¿Cómo se explica esto? Es contradictorio con lo que Jesús mismo dice: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27). Es decir, por un lado, dice que “no ha venido a traer la paz, sino la división”, y por otro lado, dice que “nos da la paz y que nos deja la paz”. ¿Cómo explicar esta aparente contradicción en las palabras de Jesús? La explicación es que, precisamente, es solo una aparente contradicción, porque es verdad que Jesús nos da la paz de Dios, la paz verdadera, la paz que sólo Él, en cuanto Hombre-Dios puede dar, porque es la paz profunda, espiritual, la paz que conecta al corazón del hombre con el Corazón de Dios; es la paz que sobreviene al alma al saberse perdonada por Dios; es la paz que le sobreviene al alma cuando sus pecados son lavados cuando sobre ella cae la Sangre del Cordero, que arrastra sus pecados para quitárselos de una vez y para siempre; es la paz que le sobreviene al alma al verse liberada de la pústula infecta del pecado, como consecuencia directa de la acción de la gracia santificante que Jesucristo obtuvo para ella en el Santo Sacrificio de la Cruz y que se vierte sobre ella por medio del Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, y por medio de los Sacramentos de la Iglesia Católica, principalmente la Eucaristía y la Confesión sacramental; es la paz que le sobreviene al alma al saberse que no solo es perdonada por Dios, sino que Dios la ama tanto, que llega a la locura de adoptarla como hija y que para sellar el pacto de amor con ella, no duda en entregar su vida en la cruz y derramar hasta su última gota de Sangre, para que al alma no le queden dudas de hasta dónde es capaz de llegar su Amor por ella.

Es esta paz, la que da Jesús, cuando dice: “La paz os dejo, mi paz os doy”, y esta paz que da Jesús, no es incompatible con la división que Él mismo provoca en el seno de las familias, porque la división que provoca, es la división que se da entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas; la división que Jesús provoca es entre quienes poseen la luz de la gracia santificante y la luz de la fe, y quienes no: quienes poseen la gracia y la luz de la fe, pertenecen al Reino de Dios y quienes no, están llamados a pertenecer, pero en tanto no posean ni la gracia ni la fe, se ubicarán en una situación de confrontación con los hijos de la luz, que son los hijos de la Virgen, la Mujer del Génesis, y esta situación se en el seno mismo de una familia. “No he venido a traer la paz, sino la división”, dice Jesús, pero también nos dice la Escritura que nuestros enemigos no son nuestros prójimos de carne y hueso, sino las “potestades de los aires” y ése es el motivo por el cual, pese a que, por el momento, padres e hijos, suegras y nueras estén enfrentados en una misma familia a causa del Evangelio, todos están llamados, sin embargo, a unirse en una misma Fe, a recibir un mismo Bautismo, a creer en un mismo Señor, Jesucristo, el Hombre-Dios, y a alimentarse de un único y mismo Pan celestial, la Eucaristía, porque la división que viene a traer Jesús es solo provisoria, puesto que busca la unidad en un solo Cuerpo, el Cuerpo Sacramentado de Jesús, la Eucaristía, y en un solo Espíritu, el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor Divino, Espíritu en el cual todos los hombres estamos llamados a ser, en el tiempo y en la eternidad, hermanos en Cristo Jesús e hijos adoptivos, unidos en el Amor de Dios.

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