martes, 30 de abril de 2019

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único”



“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único” (Jn 3, 16-21). Muchas veces, cuando se ve el mal en el mundo, muchos cristianos hacen un razonamiento equivocado, ya que culpan a Dios por el mal existente. Sin embargo, eso es una gran injusticia para con Dios, porque Dios no es responsable del mal, ya que en Él no hay malicia, sino bondad infinita; en efecto, es un gran error atribuir a Dios el origen del mal, cuando este origen no se encuentra en Él, sino en el corazón del hombre, porque “es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas”, como enseña Jesús, y también en el corazón del ángel caído, el Demonio, quien no puede, desde que se rebeló contra Dios, hacer otra cosa que odiar y obrar el mal. Es decir, el mal en el mundo se origina en dos lugares: en el corazón del hombre pecador y en el corazón y la mente del ángel caído, no en Dios. Es imposible que Dios sea origen no ya del mal, sino ni siquiera de ninguna imperfección, puesto que Él es infinitamente bueno, santo y perfecto.
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único”. Dios no sólo no es el origen del mal, sino que es el origen de todo amor verdadero y siendo Él el Amor Increado, amó tanto al mundo, que envió a su Hijo Unigénito, Jesucristo, para que destruyera el origen y la raíz del mal, el corazón del hombre y del ángel caído. Y es así como Jesús, desde la cruz, destruye el pecado y vence al demonio y también a la muerte, derramando sobre nosotros su infinita misericordia, por medio de su corazón traspasado en la cruz. Éste es el significado de la frase: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único”. Sin embargo, no basta con no atribuir a Dios la maldad; no basta con reconocer que Dios nos ama al punto de enviar a su Hijo Unigénito a morir por nosotros en la cruz: es necesario que nos asimilemos a Cristo, que Cristo sea carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre, hueso de nuestros huesos, para que en todo imitemos y participemos de su Pasión redentora. Y así también participaremos del Amor de Dios, que es el que lo movió a enviar a su Hijo al mundo para redimirlo.


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