“Jesús
llora por Jerusalén” (Lc 19,
41-44). Jesús llora por Jerusalén y la causa de su llanto es que Jesús ve,
anticipadamente, con su Sabiduría Divina, lo que le va a suceder a Jerusalén:
la Ciudad Santa lo rechazará como a su Mesías, lo juzgará y lo condenará
injustamente, y lo hará morir en Cruz, expulsándolo de sí misma; con este
rechazo de Jesús, Jerusalén sella su destino de muerte, porque sin Dios, que es
la Vida Increada, sólo hay llanto, dolor y muerte y eso es lo que efectivamente
sucedió: en el año 70 d. C., Jerusalén fue arrasada hasta los cimientos por las
tropas romanas y así se quedó sin templo y sin sacrificio, hasta el día de hoy.
Es
importante la historia de Jerusalén, porque en ella está prefigurada el alma:
cuando Jerusalén recibe a Jesús con hosannas y cantos de alegría el Domingo de
Ramos, está prefigurada el alma en gracia, que abre las puertas de su corazón a
Jesús, reconociéndolo como a su Mesías y Salvador; cuando Jerusalén expulsa a
Jesús, con la Cruz a cuestas el Viernes Santo, significa el alma que está en
pecado mortal y que por el pecado, expulsa a Jesús de su corazón; la ruina de
Jerusalén, por último, es la ruina del alma en pecado, del alma sin Jesús y su
gracia y el llanto de Jesús es el llanto de un Dios que llora porque uno de sus
hijos decide apartarse libre y voluntariamente de Él, condenándose eternamente.
“Jesús
llora por Jerusalén”. También nosotros somos como Jerusalén, la Ciudad Santa,
cuando estamos en gracia; hagamos, por lo tanto, el propósito de permanecer en
gracia, aun a costa de la vida terrena, para no ser causa del llanto de Jesús.
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