“He
venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!”
(Lc 12, 49-53). Jesús anuncia
que ha “venido a traer fuego a la tierra” y que “desearía ya verlo ardiendo”. Es
obvio que no se trata del fuego material, porque este es un fuego que existe
desde que el hombre está en la tierra. Entonces, ¿de qué fuego se trata? Se
trata del Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, el Amor del Padre y el
Hijo, con el cual el Padre y el Hijo se aman mutuamente desde la eternidad. Este
Amor Divino es como un fuego y puesto que no tenemos experiencia de Él, es que
Jesús lo compara con el fuego: así como el fuego enciende el leño seco y lo
envuelve, convirtiéndolo en una brasa ardiente, así el Fuego del Amor Divino
abrasa al corazón humano y lo convierte en una brasa ardiente, que arde en el
Amor de Dios.
“He
venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!”.
Jesús nos da gratuitamente el Amor de Dios; quiere que nuestros corazones se
enciendan, ya desde esta vida, en el Fuego del Divino Amor, para que
permanezcan, por toda la eternidad, como antorchas que eternamente ardan en el
Fuego del Amor de Dios. Pero así como es gratuito, también así debe ser
recibido libremente, con deseos de arder en el Amor de Dios, porque Jesús no lo
concederá, en la eternidad, a quien no quiera amar a Dios. Esto significa que
quien no se deje abrasar por el Amor de Dios, arderá con otro fuego, un fuego
que sí lastima, que sí provoca dolor; un fuego que no es el Fuego del Amor Divino,
sino el Fuego de la Divina Justicia, el fuego que hace arder al Infierno.
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