(Domingo
XXX - TO - Ciclo B – 2021)
“Señor, que pueda ver” (Mc
10, 46-52). Un ciego le pide a Jesús que cure su ceguera y Jesús, utilizando su
poder divino, cura instantáneamente la falta de visión del hombre. En este
milagro corporal debemos ver, además del milagro en sí mismo, que como todo milagro
es un prodigio sobrenatural que demuestra el poder divino de Jesús y por lo
tanto su condición de Dios, una prefiguración de otra ceguera y de otra
curación: es decir, en la ceguera corporal, debemos ver prefigurada la ceguera
espiritual del hombre en relación a los misterios del Hombre-Dios Jesucristo:
así como un ciego no puede ver la luz y por lo tanto la realidad que lo
circunda, así el hombre es como un ciego en relación a los misterios
sobrenaturales salvíficos del Hombre-Dios Jesucristo; de igual manera, la
curación corporal de la ceguera corporal, prefigura la curación espiritual de
esta ceguera espiritual por parte de la gracia santificante, que hace posible
que el hombre pueda “ver”, espiritualmente hablando, a Jesús como Dios y a cada
episodio de su vida terrena, desde la Encarnación hasta la Pasión, Muerte y
Resurrección, como la obra maestra salvífica de la Trinidad, destinada a la
salvación del hombre.
Si el milagro de la curación corporal de la ceguera del
hombre del Evangelio es asombroso en sí mismo, puesto que le concede al ciego
una vida nueva que antes no tenía, esto es, el poder contemplar la luz y la
realidad del mundo sensible y material que lo rodea, la donación de la gracia
santificante por parte de Jesucristo al alma, que lleva a cabo la curación de
la ceguera espiritual, le concede una vida nueva espiritual que antes de la
gracia no tenía y es la participación en la Vida divina del Ser divino
trinitario que, en cuanto tal, es Luz Eterna y como es Luz Eterna, es Luz Viva,
que tiene la Vida Divina en sí misma y que comunica de esta Vida divina a quien
ilumina: ésta es la razón por la cual la gracia santificante, al hacer
partícipe al alma de la Vida divina del Ser divino trinitario, recibe una vida
nueva, verdaderamente nueva, porque no es humana sino divina, sobrenatural,
celestial, la Vida divina de la Trinidad, Vida que es en sí misma Luz Divina y
Eterna y que ilumina al alma con esta luz, dándole Vida divina y sacándola de
las tinieblas espirituales en las que está envuelta.
“Señor, que pueda ver”. Hasta que no recibimos la gracia santificante
que nos comunica la participación en la Luz Eterna de la Trinidad, somos como
ciegos espirituales en relación al Hombre-Dios Jesucristo y esto tiene
consecuencias, porque el ciego espiritual, en relación a Jesús, lo considera
sólo como a un hombre bueno pero no como al Dios Tres veces Santo, Fuente de
toda bondad y la Bondad Increada en sí misma y lo considera como una persona
humana, incapaz de hacer milagros, el principal de todos, el milagro de la
conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y es así que
quien no cree que Cristo es Dios, porque no tiene la luz de la gracia
santificante, considera a Jesús sólo como al “hijo del carpintero” y como al “hijo
de María”, un simple hombre bueno que murió, que no resucitó y que por lo tanto
no prolonga su Encarnación en la Eucaristía. En definitiva, la ceguera
espiritual acerca de la condición divina de Jesús lleva a negar su Presencia
real, verdadera y substancial en la Eucaristía y lo lleva a considerar a la
Eucaristía sólo como a un pan bendecido y nada más.
“Señor, que pueda ver”. A través de la Virgen, Mediadora de
todas las gracias, pidamos siempre el don de participar de la Luz Eterna de
Cristo, con la cual seamos capaces de contemplar la divinidad de su Persona divina,
la Segunda de la Trinidad, que se encarna en el seno de la Virgen, para así
poder contemplar su Persona divina, oculta en la Eucaristía, de manera tal de
poder adorarlo en su Presencia Eucarística en el tiempo, como anticipo de la
adoración eterna que esperamos, por la Misericordia Divina, tributarle por toda
la eternidad en el Reino de los cielos.
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