“El
Espíritu del Señor está sobre Mí y me ha enviado a anunciar la Buena Noticia a
los pobres” (Lc 4, 14-22a). La intervención
de Jesús en la sinagoga está signada por el Espíritu Santo, porque es Él quien
lo conduce hasta allí y le indica qué pasaje de la Escritura debe leer. En ese
pasaje, se habla de Él mismo, de Jesús, en cuanto Mesías e Hijo de Dios enviado
a dar la “Buena Noticia a los pobres”. Jesús mismo dice que ese pasaje se
refiere a Él. Ahora bien, ni la curación de enfermedades y la expulsión de
demonios no son la Buena Noticia en sí, sino un prolegómeno de esta: la Buena Noticia
es que Cristo ha venido para derramar su Sangre y dar su Vida en la Cruz y a prolongar
este sacrificio y este don de su vida en la Eucaristía, para la salvación de
toda la humanidad.
Esto
que Cristo dice de sí mismo, también lo debe decir el cristiano al mundo, en
cuanto que el cristiano forma parte del Cuerpo Místico de Jesús: “El Espíritu
del Señor está sobre mí y me ha enviado a anunciar la Buena Noticia a los
pobres”. Y así como para Cristo el curar enfermos y expulsar demonios son
signos que no constituyen en por ellos mismos la Buena Noticia, así también
para el cristiano, el tener dones de curación, de profecía, de sanación, no son
la Buena Noticia que debe anunciar a sus hermanos. Lo que el cristiano debe
anunciar a su prójimo es la salvación de Cristo en la Cruz, como también los “pobres”
a los que debe llevar el anuncio no son ni pura ni exclusivamente los pobres materiales, sino
ante todo los pobres de espíritu, los que no conocen a Dios y a su Cristo.
En
todo caso, si el cristiano quiere dones –que sean útiles en orden a su tarea
específica, el anuncio del Evangelio-, debe pedir configurarse a Cristo, que
fue tenido como maldito al ser crucificado, según lo dice la Escritura: “maldito
el que cuelga del madero” (Gál 3, 13),
y por ese debe pedir el ser “tenido como maldito a favor de sus hermanos”; y
también, así como Cristo recibió todos los pecados de todos los hombres para
expiar por ellos, así el cristiano debe pedir lo mismo y llevar una vida de
penitencia y oración, como los santos que imitaron a Cristo, como la Beata
Ángela de Foligno, cuyo proceso de conversión debería hacer suyo todo cristiano.
Dice así la Beata, describiendo este proceso: “Tuve que atravesar muchas etapas
en el camino de la penitencia o conversión. La primera fue convencerme de lo
grave y dañoso que es el pecado. La segunda el sentir arrepentimiento y
vergüenza de haber ofendido al buen Dios. La tercera hacer confesión de todos
mis pecados. La cuarta convencerme de la gran misericordia que Dios tiene para
con el pecador que quiere ser perdonado. La quinta el ir adquiriendo un gran
amor y estimación por todo lo que Cristo sufrió por nosotros. La sexta adquirir
un amor por Jesús Eucaristía. La séptima aprender a orar, especialmente recitar
con amor y atención el Padrenuestro. La octava tratar de vivir en continua y
afectuosa comunicación con Dios".
Sólo
así, el cristiano podrá decir: “El Espíritu del Señor está sobre mí y me ha
enviado a anunciar la Buena Noticia a los pobres”.
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