“Hijo, tus pecados te son perdonados” (Jn 1, 29-34). Jesús le concede al
paralítico una doble curación, corporal y espiritual. Corporal, porque cura su
parálisis, de manera que puede incorporarse por sus propios medios; espiritual,
porque le perdona sus pecados. De esta manera, demuestra doblemente su
condición divina, al realizar un milagro de curación física, que solo puede ser
hecho con el poder divino, y al perdonar los pecados del paralítico, lo cual es
también un atributo exclusivamente divino.
Más allá de la curación real y verdadera de un hombre
particular, en un momento determinado de la historia y en un lugar determinado,
el episodio del Evangelio es representativo de la acción divina sobre la humanidad,
que está a su vez representada en el paralítico. El paralítico representa al
hombre caído en el pecado, postrado en el pecado, agobiado por el peso de la
culpa, vencido por el peso del pecado, pero que mantiene sin embargo su deseo
de Dios, expresado en su fe en Cristo Jesús. El paralítico tiene fe en Jesús,
el Mesías de Dios: “Al ver la fe de esos hombres”, dice el Evangelio, es que
Jesús se decide a obrar. El paralítico, postrado pero con fe en Jesús, es
figura del hombre caído por el pecado, pero que tiene una fe viva en el Mesías
Salvador, Cristo Jesús.
A su vez, la doble curación de Jesús, la corporal y la
espiritual, pero sobre todo la espiritual, es una prefiguración de la curación
que se verifica en el sacramento de la confesión: si bien en el paralítico la
curación es doble, corporal y espiritual, en el sacramento de la confesión, es
ante todo espiritual y consiste en la remoción del pecado, verdadera causa de
parálisis espiritual. Y así como el paralítico, al ser curado corporalmente de
la causa que le provocaba la parálisis, se dice en sentido figurado que posee
una vida nueva, en el sentido de que ahora puede caminar –Jesús le dice: “Toma
tu camilla y vete”-, así también el sacramento de la confesión, al curar la
enfermedad espiritual del alma que es el pecado, le concede vida nueva en
sentido real y no figurado, pero no simplemente porque el alma puede utilizar
ahora las fuerzas naturales que antes estaban embotadas y paralizadas por el
pecado, lo cual sucede en verdad –por ejemplo, la curación del pecado de la ira
le permite al alma vivir en plenitud su propia mansedumbre natural-, sino
porque verdaderamente le concede una vida nueva sobreantural, la vida nueva de
la gracia, que es participación en la vida divina del Hombre-Dios Jesucristo –siguiendo
con el ejemplo anterior, su mansedumbre no será ya la propia, sino la del
Sagrado Corazón-, vida que es verdaderamente nueva y sobrenatural.
“Hijo, tus pecados te son perdonados”. En cada
confesión sacramental, se renueva místicamente el Amor del Corazón de Jesús
Misericordioso al alma arrepentida que se postra en busca del perdón divino.
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