(TN - Ciclo A – 2014)
“Jesús fue hasta el Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado” (Mt 3, 13-17). Vista con ojos humanos, la escena del bautismo de Jesús trata de un hombre que sumerge a otro en un río. Sin embargo, la escena esconde
un misterio que abarca a toda la humanidad y a todos los hombres de todos los
tiempos, porque no se trata simplemente de un hombre que se sumerge en un río:
es Jesús, el Hombre-Dios quien, místicamente, sumerge a toda la humanidad en su
muerte, para concederle su Vida eterna. Con su inmersión en el Jordán, Jesús,
que ha asumido en sí mismo a toda la humanidad, la une místicamente a su
Pasión, Muerte y Resurrección. Esto quiere decir que, en el momento en el que
Jesús se sumergió en el Jordán, ahí fuimos sumergidos, místicamente, todos los
hombres de todos los tiempos, porque era la Humanidad del Verbo la que se
sumergía, humanidad que era al mismo tiempo nuestra humanidad.
Y
al sumergirse en el Jordán con su Humanidad unida a su Persona Divina, el
Hombre-Dios lleva consigo mismo, hasta las profundidades mismas de la muerte, a
toda la humanidad, para concederle, en el resurgir desde el agua, su Vida
divina. Es esto lo que el bautismo hace efectivamente, y no de modo figurado ni
simbólico, cuando la Iglesia bautiza: sumerge al alma místicamente en la muerte
de Jesús, haciéndola partícipe de su Muerte en Cruz, para hacerla partícipe
también de su Resurrección. Cuando la Iglesia bautiza, lo que hace es
actualizar, para el alma que se bautiza sacramentalmente, el misterio salvífico
de Jesús; la Iglesia la incorpora orgánicamente al Cuerpo de Cristo, de manera
de hacerla partícipe de todo su misterio pascual. ¿Qué significa exactamente “hacerla partícipe de todo su misterio pascual”? Podremos saberlo si profundizamos un
poco en el significado del bautismo.
“No
es lo mismo un niño bautizado a un niño no bautizado”, nos ha dicho
recientemente el Santo Padre Francisco, y el motivo es este: que un niño no
bautizado no ha recibido de Cristo sumergido en el Jordán todos los dones y gracias conseguidos por Él con su sacrificio redentor. Un niño no
bautizado no ha recibido la gracia santificante, por lo tanto, posee el pecado
original, está bajo el poder del maligno, y no es hijo adoptivo de Dios. Si
pudiéramos ver un alma con el pecado original –como es el alma de todo hombre
que nace en esta tierra desde Adán y Eva-, la veríamos como envuelta en una
densísima nube oscura; una nube más negra y densa que la más negra y densa de
la más grande tormenta que conozcamos; una nube que envuelve el ser metafísico
y lo aparta del Sol de justicia, que es Dios, impidiéndole recibir sus
benéficos rayos. Pero además de estar oculta y envuelta en esta negra y densa
nube, el alma que nace en pecado original se encuentra bajo las garras y las
alas del siniestro Dragón del Apocalipsis, el Demonio, la Serpiente Antigua del
Génesis, que busca apropiarse indebidamente de las almas creadas por Dios a su “imagen
y semejanza”, con el solo objetivo de arrastrarlas junto con él y hacerlas
partícipes de su dolor y desesperación eternos. Es por esto que el Papa
Francisco nos dice que “no da lo mismo” que un niño esté bautizado, a que no lo
esté: si no está bautizado, tiene la mancha del pecado original, está bajo el
poder del Demonio, y no es hijo adoptivo de Dios.
Esta
situación cambia radicalmente con el bautismo sacramental, que se origina y
fundamenta en el bautismo de Cristo en el Jordán, momento en el cual Cristo
incorpora y hace partícipe, místicamente, al alma, de su misterio pascual
salvífico. Mientras el niño –o el adulto- no se bautiza, no se incorpora al misterio
de Cristo y no recibe su gracia santificante; de ahí la importancia de recibir
el bautismo sacramental que otorga la Iglesia por medio del sacerdote.
Ahora
bien, “cuando Pedro bautiza, es Cristo el que bautiza”, dice San
Agustín. ¿Y qué hace Cristo cuando bautiza? Quita la mancha del pecado
original, es decir, esa nube oscura y densa que impide al alma recibir la luz
de Dios, y al mismo tiempo sustrae al alma de las garras del Príncipe de las
tinieblas. Pero esto no es lo más grandioso, aun cuando sean cosas grandiosas:
lo más grandioso que hace Jesús en el bautismo, es el concederle la gracia de
la filiación divina, que convierte al hombre, de mera creatura, en hijo
adoptivo de Dios, porque lo hace ser hijo de Dios con la misma filiación divina
con la cual Él es Dios Hijo desde toda la eternidad. Por la gracia de la
filiación divina, el alma, más que recibir los rayos del Sol al ser disipada la
nube del pecado original, posee en sí misma a ese Sol divino, y más que verse
libre del Demonio, se convierte en triunfador de este, porque se hace partícipe
del Triunfo victorioso de Cristo en la Cruz. Pero además, el alma adquiere una
semejanza tal con su Dios y Creador, que se hace en un todo similar a este, y
tanto es así, que ha habido santos que al contemplar un alma en este estado de
gracia santificante, la llegaron a confundir con el mismo Dios.
Esto
sucede con la fórmula del bautismo, en donde se prolonga, renueva y actualiza
la teofanía del Jordán en el momento en el que el sacerdote ministerial
confecciona el sacramento. Cuando el sacerdote, al mismo tiempo que vierte agua
bendita sobre la cabeza del bautizando y dice: “Yo te bautizo en el Nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, en ese momento, se renueva místicamente
el bautismo de Cristo y la teofanía trinitaria del Jordán: se escucha la voz del Padre, que se hace
sentir sobre el alma del que se bautiza, diciendo: “Éste es mi hijo adoptivo muy
amado, en quien tengo puesta toda mi predilección”; a su vez, en el que se bautiza, está Cristo, que está siendo sumergido en el Jordán; al igual que descendió sobre Cristo, así desciende sobre el alma del que se bautiza el
Espíritu Santo, que es quien obra el prodigio de quitar la mancha del pecado
original, sustraer al alma del poder del Demonio y concederle la gracia de la filiación
adoptiva.
De
esta manera, en el bautismo sacramental, mientras parece que todo sigue igual
antes, durante y después del mismo, se desarrolla un misterio sobrenatural que
une el bautismo sacramental con el bautismo de Cristo: en el bautismo
sacramental se actualiza, para esa alma en particular, la inmersión mística que
en Cristo recibió toda la humanidad, de manera que lo que Cristo consiguió para
toda la humanidad, y por lo tanto para esa alma en particular, en el bautismo
en el Jordán, ahora esa alma lo adquiere de modo concreto, es decir, recibe
actualmente todos los dones y gracias ganados para él por Jesús.
Esta
nueva condición de hijo de Dios es lo que se ilustra con los ritos
post-bautismales: el santo crisma, indica que el alma participa de Cristo, Sacerdote,
Profeta y Rey; la vestimenta blanca, es para representar, por fuera, lo que
sucede en el alma del que se bautiza; está blanca, pura, inmaculada, por la
acción de la gracia, representada en el color blanco (el alma en gracia no se
mancha con tierra y barro, como la vestimenta blanca, pero sí con el pecado, y
es por eso que los padres y padrinos deben enseñar al niño a vivir en gracia y
mantener su alma durante toda su vida, tal como está en este momento,
inmaculada y pura); la candela que se enciende en el cirio pascual, significa
que Cristo, “Luz del mundo”, ilumina al alma: así como Cristo, el Cordero de
Dios, es la “Lámpara de la Jerusalén celestial” que ilumina a los ángeles y
santos con la luz de su Ser divino trinitario (los ángeles y santos no se
iluminan con luz creada, sino con la Luz Increada del Ser trinitario divino), y
en la Iglesia nos ilumina con la luz de la fe, de la Verdad y de la gracia, así
ilumina también al alma en gracia y sobre todo a la que ha sido recientemente
bautizada, y eso es lo que se representa en la candela, en donde la candela es
el bautizando y el fuego o luz es Cristo: así como la luz está en la candela,
así Cristo está en el alma en estado de gracia (aquí también interviene el
papel de los padres y padrinos, porque mientras la luz de la candela se apaga
al soplarla, al final de la ceremonia del bautismo, la luz que es Cristo no se
apaga nunca, pero sí se retira de un alma que está en pecado; para que eso no
suceda y para que Cristo Luz permanezca siempre en el alma del bautizando, los
padres y padrinos deben enseñar a su ahijado, con el ejemplo de vida más que
con sermones, a vivir en gracia y a detestar el pecado).
“Éste
es mi hijo adoptivo muy amado, en quien tengo puesta toda mi predilección”. La voz
de Dios Padre se escucha, místicamente, cuando el sacerdote ministerial
pronuncia la fórmula sacramental bautismal –“Yo te bautizo, en el Nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”-, al tiempo que vierte agua sobre la
cabeza del bautizando. En ese momento, Cristo lo sumerge en su Pasión y Muerte
y le concede su gracia santificante, quitándole la mancha del pecado original,
sustrayéndolo del poder del Príncipe de las tinieblas, y concediéndole la
gracia de la filiación divina, convirtiéndolo en hijo adoptivo de Dios. Mientras
no se da el bautismo, esto no sucede. Por este motivo es que el Papa Francisco
dice que “no es lo mismo” que un niño esté bautizado, a que no lo esté.
Y de esto se sigue el grave error que cometen los padres que, guiados por la mentalidad laicista, materialista, atea y relativista de nuestra sociedad contemporánea, deciden no bautizar a sus hijos.
Y de esto se sigue el grave error que cometen los padres que, guiados por la mentalidad laicista, materialista, atea y relativista de nuestra sociedad contemporánea, deciden no bautizar a sus hijos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario