“Si
quieres, puedes purificarme” (Mc 1,
40-45). Un leproso se acerca ante Jesús, se postra ante Él, y le suplica ser
curado: “Si quieres, puedes purificarme”. La lepra era una enfermedad
incurable, y aunque en la actualidad puede ser curada o al menos controlada, no pierde su carácter de
temible debido a las secuelas que deja en el cuerpo humano por las lesiones que
provoca, pero también por el rechazo social que estas producen. En la
Antigüedad, en donde se carecía de los conocimientos científicos necesarios
para combatir la enfermedad, la aparición de los primeros síntomas de lepra era indicio de muerte social, puesto que al afectado se lo marginaba inmediatamente, siendo expulsado a las periferias de los centros habitados. Además, el enfermo era
consciente de que había contraído una enfermedad que habría de acompañarlo
hasta la tumba, puesto que su curación era imposible por medios humanos.
El
episodio del Evangelio es importante para la vida espiritual del cristiano
puesto que la lepra es, bíblicamente hablando, figura del pecado: así como la lepra afecta al cuerpo,
así el pecado afecta al alma, dañándola en mayor o menor medida, de acuerdo a su
gravedad, y así como la lepra conduce, en sus estadios finales, a la muerte,
así también el pecado mortal provoca la muerte del alma la privarla de la vida
de la gracia, y de la misma manera a como la lepra es una enfermedad que para
el hombre de la antigüedad era incurable -y a pesar de los avances científicos, lo sigue siendo-, así también el pecado es "incurable" humanamente, en el sentido de que es imposible de
ser quitado por las solas fuerzas humanas o creaturales.
Pero
si la lepra es figura del pecado, la curación que Jesús realiza sobre el
leproso es figura del sacramento de la confesión: en el episodio del Evangelio,
Jesús cura al leproso con su poder divino; en la confesión sacramental, Jesús
derrama sobre el alma que se confiesa la Sangre que mana de sus heridas
abiertas en la Cruz; en ambos casos -en la curación del leproso y en la
confesión sacramental-, es su Amor infinito y eterno el que lo mueve a sanar
las heridas del cuerpo y del alma del hombre, la creatura a la que Él quiere
salvar a toda costa, y en ambos casos, las heridas desaparecen: desaparecen tanto las lesiones insensibles o manchas leprosas que afectan al cuerpo, cuando Jesús cura al leproso del Evangelio, como desaparece también la mancha del pecado confesado, que también es insensible, y que afecta al alma.
“Si quieres, puedes purificarme. Lo quiero.
Queda curado”. En cada confesión sacramental, se renueva místicamente el
diálogo entre Dios y el leproso que es curado, entre Jesús Misericordioso y el
alma que recibe el perdón divino.
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