viernes, 3 de enero de 2014

"En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios"





(Domingo II - TN - Ciclo A – 2014)
         El Evangelista Juan es representado simbólicamente con la figura de un águila, indicando con esto la altura a la que su alma se eleva para contemplar al Verbo de Dios. El águila tiene el mérito de volar muy alto, tan alto, que se dice que “se eleva en dirección al sol”, y por eso el águila es figura también del alma que hace adoración eucarística, porque por la adoración se eleva al Sol de justicia, Jesús Eucaristía.
         Pero el águila tiene también otra característica y  es que, a pesar de las grandes alturas a las que se eleva, debido a que posee una agudeza visual muy grande, puede sin embargo ver, desde lo alto, aquello que sucede en el suelo, y es así como es capaz de detectar a sus presas, como por ejemplo ovejas, para descender en picada desde el cielo y atraparlas.
         Con el Evangelista Juan sucede lo mismo en el Inicio de su Evangelio: se eleva a las alturas de la contemplación del Verbo y es así como lo contempla en el cielo, en su condición divina –“La Palabra era Dios y estaba con Dios”-, pero también es capaz de contemplarlo en el suelo, en su condición de Palabra encarnada, hecha carne: “Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros”.
         Esto quiere decir que en el Inicio del Evangelio de Juan, está la clave teológica que nos permite describir e interpretar la escena de Nochebuena y Navidad y su verdadero significado sobrenatural: el Niño de Belén es la Palabra hecha carne.
         Entonces, al leer el Inicio del Evangelio de Juan (1, 1-5. 9-14), encontramos una descripción del Nacimiento del Niño de Belén, pero también todo lo que se dice del Pesebre, se dice del Calvario y la Eucaristía.
Dice así el Evangelista Juan:
1 En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios.
El Niño del Pesebre es la Palabra y es Dios porque desde la eternidad estaba con Dios y era Dios, porque fue engendrado eternamente por el Padre. El Niño del Pesebre es la Palabra eternamente pronunciada por el Padre, que con la Encarnación ha sido pronunciado sobre el mundo y sobre los hombres. San Juan dice que la Palabra “existía al principio, estaba con Dios y era Dios”, y por lo tanto era Invisible e Inaudible para los hombres, pero ahora, al encarnarse y nacer como Niño en Belén, se hace Visible y Audible, porque ahora esa Palabra de Dios es vista en el Pesebre como un Niño y es escuchada como un Niño; en la Cruz, es vista como el Hombre-Dios crucificado y es escuchada en las Siete Palabras que Jesús pronuncia en la Cruz; en la Eucaristía, la Palabra es vista oculta bajo apariencia de pan, y es escuchada en el silencio de la Adoración Eucarística.
2 Ella estaba en el principio con Dios.
El Niño de Belén no es un niño más entre tantos; es Dios eterno, porque si bien nace y comienza a existir humanamente en el tiempo, naciendo virginalmente de María Santísima, “desde el principio”, es decir, desde la eternidad, “estaba con Dios”, porque ese Niño es consubstancial al Padre, tiene la misma substancia y el mismo Ser divino que Dios Padre. Quien contempla al Niño de Belén, contempla a la Palabra de Dios encarnada.
El Niño de Belén aparece, se manifiesta, en el tiempo, naciendo de María Virgen, pero “estaba en el principio con Dios”, porque Él es la Palabra de Dios, eternamente pronunciada por el Padre, y por eso es que está “desde el principio” con Él. En el Pesebre, el Niño es la Palabra que desde el principio estaba con Dios, pero ahora está también con nosotros, y por eso es “Dios con nosotros”; en la Cruz, la Palabra que ha sido crucificada, está con nosotros, porque se ha dejado crucificar para donarnos su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad; en la Eucaristía, la Palabra de Dios también es “Emanuel”, porque la Eucaristía es “Dios con nosotros”, Presente verdadera, real y substancialmente. La Palabra, en un principio estaba con Dios, y luego en el tiempo “está con nosotros” en el Pesebre de Belén, en la Cruz y en el Sagrario, para que nosotros estemos con Dios en el tiempo y para siempre, en la eternidad.
3 Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.
Todo el universo visible e invisible fue hecho por Dios por medio de su Palabra, es decir, por medio del Niño de Belén, por medio de Jesús crucificado, por medio de la Eucaristía. Por eso todo lo Creado, visible e invisible, debe glorificar a la Palabra de Dios encarnada.
4 En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres,
La Palabra de Dios es Vida, pero no vida creatural, sino eterna, porque es Vida Increada y Autor de toda vida creada, y porque la Palabra es Dios, la Palabra es vida y es luz, porque el Ser divino trinitario es luminoso en su esencia. Quien contempla a la Palabra encarnada, Cristo hecho Niño en el Portal de Belén, Cristo crucificado en el Calvario, Cristo Presente en la Eucaristía, recibe de esta Palabra aquello que la Palabra es: vida eterna y luz divina. La Palabra de Dios ilumina y vivifica a todo aquel que, abriendo su corazón humildemente, se deja iluminar y vivificar por Ella y esto sucede porque la Palabra de Dios destruye las “tinieblas y sombras de muerte” (Lc 1, 68-79) en las que está sumergido el corazón del hombre.
5 y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.
Las tinieblas, esto es, la oscuridad del error de la mente y del corazón humano, pero también las tinieblas vivientes, es decir, los ángeles caídos, no pueden jamás vencer a la Palabra de Dios. La Encarnación de la Palabra, es decir, la manifestación visible de la Palabra como el Niño de Belén, es el inicio del Triunfo definitivo de Dios, consumado en la Cruz, y el cumplimiento de sus palabras: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia”, y la Presencia de la Palabra encarnada, que ha pasado ya por la muerte y está glorificada y resucitada en la Eucaristía, es la confirmación de la Victoria de la Palabra de Dios sobre las tinieblas, de una vez y para siempre. Quien se fortalece con la Palabra de Dios, tanto en la contemplación del misterio de Belén, como en la contemplación de la Palabra crucificado, Cristo en el Calvario, y quien se alimenta de esta Palabra glorificada, Cristo en la Eucaristía, no es jamás vencido, ni por sus propias tinieblas interiores, ni tampoco por las tinieblas vivientes, los ángeles de la oscuridad.
9 La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
La “luz que ilumina a todo hombre” no es ni la luz del sol ni ninguna luz creada, porque estas son luces inertes, muertas, que dan vida solo en sentido figurado. Solo Cristo, “Luz de Luz”, es capaz de iluminar con su misma luz divina, que es Él mismo, y comunicar, con esta luz, su vida eterna, su paz, su Amor y su alegría. Quien no se deja iluminar por la Palabra de Dios encarnada, Cristo Jesús en el Belén, en el Calvario y en la Eucaristía, vive en “tinieblas y en sombras de muerte”.
10 En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció.
El mundo no conoce a la Palabra de Dios, a pesar de haber “sido hecho por ella”, porque está regido por el Maligno, y porque el hombre está bajo su dominio y bajo el dominio del pecado. Pero la Palabra de Dios se ha encarnado “para deshacer las obras del maligno” (1 Jn 3, 8).
11 Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
Porque no reconocieron a la Palabra de Dios, al estar cegados por sus propias tinieblas, cuando la Palabra vino a su casa, “los suyos”, es decir, el Pueblo Elegido, no recibió a la Palabra encarnada, el Niño de Belén, y por eso Herodes quiso matar a Jesús, y por eso Jesús fue crucificado en el Calvario. Pero cuando la Palabra, que había venido en carne, continuó y prolongó su Encarnación y Nacimiento en la Eucaristía, “los suyos”, es decir, el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, tampoco la recibió, demostrando indiferencia y hastío y cometiendo todo tipo de sacrilegios y ultrajes a la Eucaristía. Los cristianos que no adoran la Eucaristía y la ofenden con sus ingratitudes, blasfemias e indiferencias, “no reciben a la Palabra”, tal como hicieron Herodes y del Pueblo Elegido.
12 Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre;
A los que reciben a la Palabra encarnada, el Niño de Belén –los pastores, los Reyes Magos, los hombres de buena voluntad- con un corazón humilde, sencillo, lleno de fe y de amor, la Palabra no solo los ilumina, sino que los vivifica, y los vivifica con la vida nueva de los hijos de Dios, porque la Palabra encarnada, que es Dios Hijo, da de su propia vida divina, su vida de Hijo de Dios, a quien se le acerca y se postra ante Él en adoración. A quien se postra en adoración ante el Niño de Belén, como los pastores y los Reyes Magos, y a quien se postra en adoración ante Cristo crucificado y ante Cristo en la Eucaristía, la Palabra los hace ser hijos de Dios.
13 la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios.
El Niño del Pesebre, el Niño Dios, “no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino de Dios”, porque si bien San José y la Virgen estaban casados legalmente, su amor esponsal no fue nunca jamás consumado carnalmente, como sucede entre los esposos de la tierra, sino que fue como un amor casto y puro de hermanos; la Palabra, el Niño Dios, fue engendrado eternamente en el seno de Dios Padre y fue Dios Espíritu Santo, el Amor Divino, el que lo engendró, en el tiempo, en el seno virginal de María Santísima, de modo que San José fue solo su padre adoptivo. La Palabra nació de Dios Padre, es Dios Hijo y vino para darnos a Dios Espíritu Santo, y recibe al Espíritu Santo todo aquel que firmemente cree que el Niño de Belén es Dios, que Cristo en la Cruz es Dios, que Cristo en la Eucaristía es Dios. Y así como la Palabra no fue engendrada ni por la carne ni por la sangre, sino del Espíritu Santo, así los hijos adoptivos de Dios, tampoco nacen de la carne ni de la sangre, sino que son engendrados por el Espíritu Santo.
14 Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.
La Palabra se hizo carne, es decir, se manifestó como Niño; puso su morada entre nosotros, es decir, su Morada fue el pobre Portal de Belén, oscuro y frío, símbolo del corazón humano, oscuro y frío cuando no tiene la gracia de Dios; y así encarnado, como Niño, dice el Evangelista Juan, hemos contemplado su gloria, porque la gloria de Dios, Invisible en sí misma y mucho más para los hombres pecadores, ahora se ha hecho visible en el Niño de Belén, de modo que quien contempla al Niño de Belén, contempla la gloria de Dios.
La Palabra se hizo carne en el Niño de Belén y luego, al crecer el Niño, la Palabra encarnada se ofreció a sí misma en la Cruz en el Calvario, de modo que hizo del Calvario su Morada, para que todo el que quiera encontrar a la Palabra de Dios, la encontrara al pie de la Cruz, y así también pudiera contemplar la gloria de Dios, porque quien contempla a Cristo crucificado, contempla la gloria de Dios.
La Palabra se hizo carne en el Niño de Belén, y fue crucificada en la Cruz, pero luego de morir, resucitó, y así esta Palabra hecha carne continúa su Encarnación en la Eucaristía, en donde la carne del Cordero de Dios, manifestada en Belén y muerta en la Cruz, está ahora resucitada, viva y glorificada, lista para ser recibida con fe y con amor por quienes aman al Cordero. Quien consume a la Palabra de Dios encarnada, resucitada y glorificada en la Eucaristía, no solo contempla la gloria de Dios, sino que convierte su pobre corazón en un tabernáculo de gloria, y es glorificado por la gloria divina que inhabita en la Carne del Cordero, la Eucaristía.
La Palabra eterna del Padre se encarnó en el tiempo en el seno virgen de María Santísima, y puso su Morada entre nosotros: su Morada es el Tabernáculo Viviente, el Sagrario más precioso que el oro, el seno virginal de la Madre de Dios; su Morada es el Pesebre de Belén; su Morada es el altar eucarístico; su Morada es todo sagrario y tabernáculo en donde se encuentra la Eucaristía, su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad y su Amor. Quien contempla al Niño de Belén en el Pesebre; quien contempla al Niño de Belén oculto en la Eucaristía, ve su gloria, que es la gloria que recibió eternamente del Padre, por ser su Hijo Unigénito, lleno de gracia y de verdad. Y quien, luego de contemplar y adorar, comulga adorando a la Palabra hecha Carne santa y resucitada, el Cuerpo glorioso del Niño Dios en la Eucaristía, recibe de Él su gracia, su gloria, su vida eterna, su luz divina y su Amor Eterno.
         Si Juan el Evangelista contempló a la Palabra que se hizo carne, que puso su morada entre los hombres y así vio su gloria, la gloria de Dios, el católico que comulga puede considerarse inmensamente más dichoso que Juan, porque además de contemplar a la Palabra hecha carne en la Eucaristía, come de esa misma Carne gloriosa, y así el Verbo de Dios pone su morada, no ya en el pobre Portal de Belén, sino en el Nuevo Portal de Belén, el corazón del hombre que comulga con fe y con amor, y así, comulgando de esta manera, más que ver la gloria de Dios, se llena de esa misma gloria divina, porque la Palabra de Dios encarnada en la Eucaristía está embebida de la gloria divina.
      Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad”. En el versículo final del Inicio del Evangelio de Juan, se describe la comunión eucarística de quien recibe a la Palabra de Dios encarnada, Jesús, con fe y con amor.

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