(Domingo II - TN - Ciclo
A – 2014)
El Evangelista Juan es representado simbólicamente con la
figura de un águila, indicando con esto la altura a la que su alma se eleva
para contemplar al Verbo de Dios. El águila tiene el mérito de volar muy alto,
tan alto, que se dice que “se eleva en dirección al sol”, y por eso el águila
es figura también del alma que hace adoración eucarística, porque por la
adoración se eleva al Sol de justicia, Jesús Eucaristía.
Pero el águila tiene también otra característica y es que, a pesar de las grandes alturas a las
que se eleva, debido a que posee una agudeza visual muy grande, puede sin
embargo ver, desde lo alto, aquello que sucede en el suelo, y es así como es
capaz de detectar a sus presas, como por ejemplo ovejas, para descender en
picada desde el cielo y atraparlas.
Con el Evangelista Juan sucede lo mismo en el Inicio de su
Evangelio: se eleva a las alturas de la contemplación del Verbo y es así como
lo contempla en el cielo, en su condición divina –“La Palabra era Dios y estaba
con Dios”-, pero también es capaz de contemplarlo en el suelo, en su condición
de Palabra encarnada, hecha carne: “Y la Palabra se hizo carne y puso su morada
entre nosotros”.
Esto quiere decir que en el Inicio del Evangelio de Juan,
está la clave teológica que nos permite describir e interpretar la escena de Nochebuena
y Navidad y su verdadero significado sobrenatural: el Niño de Belén es la
Palabra hecha carne.
Entonces, al leer el Inicio del Evangelio de Juan (1, 1-5.
9-14), encontramos una descripción del Nacimiento del Niño de Belén, pero
también todo lo que se dice del Pesebre, se dice del Calvario y la Eucaristía.
Dice
así el Evangelista Juan:
1 En el principio existía la
Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios.
El Niño del Pesebre es la Palabra y
es Dios porque desde la eternidad estaba con Dios y era Dios, porque fue
engendrado eternamente por el Padre. El Niño del Pesebre es la Palabra
eternamente pronunciada por el Padre, que con la Encarnación ha sido
pronunciado sobre el mundo y sobre los hombres. San Juan dice que la Palabra “existía
al principio, estaba con Dios y era Dios”, y por lo tanto era Invisible e
Inaudible para los hombres, pero ahora, al encarnarse y nacer como Niño en
Belén, se hace Visible y Audible, porque ahora esa Palabra de Dios es vista en
el Pesebre como un Niño y es escuchada como un Niño; en la Cruz, es vista como
el Hombre-Dios crucificado y es escuchada en las Siete Palabras que Jesús
pronuncia en la Cruz; en la Eucaristía, la Palabra es vista oculta bajo
apariencia de pan, y es escuchada en el silencio de la Adoración Eucarística.
2
Ella estaba en el principio con Dios.
El Niño de Belén no es un niño más
entre tantos; es Dios eterno, porque si bien nace y comienza a existir
humanamente en el tiempo, naciendo virginalmente de María Santísima, “desde el
principio”, es decir, desde la eternidad, “estaba con Dios”, porque ese Niño es
consubstancial al Padre, tiene la misma substancia y el mismo Ser divino que
Dios Padre. Quien contempla al Niño de Belén, contempla a la Palabra de Dios
encarnada.
El Niño de Belén aparece, se
manifiesta, en el tiempo, naciendo de María Virgen, pero “estaba en el
principio con Dios”, porque Él es la Palabra de Dios, eternamente pronunciada
por el Padre, y por eso es que está “desde el principio” con Él. En el Pesebre,
el Niño es la Palabra que desde el principio estaba con Dios, pero ahora está
también con nosotros, y por eso es “Dios con nosotros”; en la Cruz, la Palabra
que ha sido crucificada, está con nosotros, porque se ha dejado crucificar para
donarnos su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad; en la Eucaristía, la
Palabra de Dios también es “Emanuel”, porque la Eucaristía es “Dios con
nosotros”, Presente verdadera, real y substancialmente. La Palabra, en un
principio estaba con Dios, y luego en el tiempo “está con nosotros” en el
Pesebre de Belén, en la Cruz y en el Sagrario, para que nosotros estemos con
Dios en el tiempo y para siempre, en la eternidad.
3
Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.
Todo el universo visible e
invisible fue hecho por Dios por medio de su Palabra, es decir, por medio del Niño
de Belén, por medio de Jesús crucificado, por medio de la Eucaristía. Por eso
todo lo Creado, visible e invisible, debe glorificar a la Palabra de Dios
encarnada.
4
En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres,
La
Palabra de Dios es Vida, pero no vida creatural, sino eterna, porque es Vida Increada
y Autor de toda vida creada, y porque la Palabra es Dios, la Palabra es vida y
es luz, porque el Ser divino trinitario es luminoso en su esencia. Quien contempla
a la Palabra encarnada, Cristo hecho Niño en el Portal de Belén, Cristo
crucificado en el Calvario, Cristo Presente en la Eucaristía, recibe de esta
Palabra aquello que la Palabra es: vida eterna y luz divina. La Palabra de Dios
ilumina y vivifica a todo aquel que, abriendo su corazón humildemente, se deja
iluminar y vivificar por Ella y esto sucede porque la Palabra de Dios destruye
las “tinieblas y sombras de muerte” (Lc 1, 68-79) en las que está sumergido el
corazón del hombre.
5
y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.
Las tinieblas, esto es, la
oscuridad del error de la mente y del corazón humano, pero también las
tinieblas vivientes, es decir, los ángeles caídos, no pueden jamás vencer a la
Palabra de Dios. La Encarnación de la Palabra, es decir, la manifestación
visible de la Palabra como el Niño de Belén, es el inicio del Triunfo
definitivo de Dios, consumado en la Cruz, y el cumplimiento de sus palabras: “Las
puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia”, y la Presencia de la
Palabra encarnada, que ha pasado ya por la muerte y está glorificada y
resucitada en la Eucaristía, es la confirmación de la Victoria de la Palabra de
Dios sobre las tinieblas, de una vez y para siempre. Quien se fortalece con la
Palabra de Dios, tanto en la contemplación del misterio de Belén, como en la
contemplación de la Palabra crucificado, Cristo en el Calvario, y quien se
alimenta de esta Palabra glorificada, Cristo en la Eucaristía, no es jamás
vencido, ni por sus propias tinieblas interiores, ni tampoco por las tinieblas
vivientes, los ángeles de la oscuridad.
9
La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo.
La “luz que ilumina a todo hombre”
no es ni la luz del sol ni ninguna luz creada, porque estas son luces inertes,
muertas, que dan vida solo en sentido figurado. Solo Cristo, “Luz de Luz”, es
capaz de iluminar con su misma luz divina, que es Él mismo, y comunicar, con
esta luz, su vida eterna, su paz, su Amor y su alegría. Quien no se deja
iluminar por la Palabra de Dios encarnada, Cristo Jesús en el Belén, en el
Calvario y en la Eucaristía, vive en “tinieblas y en sombras de muerte”.
10
En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció.
El mundo no conoce a la Palabra de
Dios, a pesar de haber “sido hecho por ella”, porque está regido por el
Maligno, y porque el hombre está bajo su dominio y bajo el dominio del pecado. Pero
la Palabra de Dios se ha encarnado “para deshacer las obras del maligno” (1 Jn
3, 8).
11
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
Porque no reconocieron a la Palabra
de Dios, al estar cegados por sus propias tinieblas, cuando la Palabra vino a
su casa, “los suyos”, es decir, el Pueblo Elegido, no recibió a la Palabra
encarnada, el Niño de Belén, y por eso Herodes quiso matar a Jesús, y por eso
Jesús fue crucificado en el Calvario. Pero cuando la Palabra, que había venido
en carne, continuó y prolongó su Encarnación y Nacimiento en la Eucaristía, “los
suyos”, es decir, el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia
Católica, tampoco la recibió, demostrando indiferencia y hastío y cometiendo
todo tipo de sacrilegios y ultrajes a la Eucaristía. Los cristianos que no
adoran la Eucaristía y la ofenden con sus ingratitudes, blasfemias e
indiferencias, “no reciben a la Palabra”, tal como hicieron Herodes y del Pueblo
Elegido.
12
Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a
los que creen en su nombre;
A los que reciben a la Palabra
encarnada, el Niño de Belén –los pastores, los Reyes Magos, los hombres de
buena voluntad- con un corazón humilde, sencillo, lleno de fe y de amor, la
Palabra no solo los ilumina, sino que los vivifica, y los vivifica con la vida
nueva de los hijos de Dios, porque la Palabra encarnada, que es Dios Hijo, da
de su propia vida divina, su vida de Hijo de Dios, a quien se le acerca y se
postra ante Él en adoración. A quien se postra en adoración ante el Niño de
Belén, como los pastores y los Reyes Magos, y a quien se postra en adoración
ante Cristo crucificado y ante Cristo en la Eucaristía, la Palabra los hace ser
hijos de Dios.
13
la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios.
El Niño del Pesebre, el Niño Dios, “no
nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino de Dios”, porque si bien San José
y la Virgen estaban casados legalmente, su amor esponsal no fue nunca jamás
consumado carnalmente, como sucede entre los esposos de la tierra, sino que fue
como un amor casto y puro de hermanos; la Palabra, el Niño Dios, fue engendrado
eternamente en el seno de Dios Padre y fue Dios Espíritu Santo, el Amor Divino,
el que lo engendró, en el tiempo, en el seno virginal de María Santísima, de
modo que San José fue solo su padre adoptivo. La Palabra nació de Dios Padre, es
Dios Hijo y vino para darnos a Dios Espíritu Santo, y recibe al Espíritu Santo
todo aquel que firmemente cree que el Niño de Belén es Dios, que Cristo en la
Cruz es Dios, que Cristo en la Eucaristía es Dios. Y así como la Palabra no fue engendrada ni por la carne ni por la sangre, sino del Espíritu Santo, así los hijos adoptivos de Dios, tampoco nacen de la carne ni de la sangre, sino que son engendrados por el Espíritu Santo.
14
Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos
contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de
gracia y de verdad.
La Palabra se hizo carne, es decir,
se manifestó como Niño; puso su morada entre nosotros, es decir, su Morada fue
el pobre Portal de Belén, oscuro y frío, símbolo del corazón humano, oscuro y
frío cuando no tiene la gracia de Dios; y así encarnado, como Niño, dice el
Evangelista Juan, hemos contemplado su gloria, porque la gloria de Dios,
Invisible en sí misma y mucho más para los hombres pecadores, ahora se ha hecho
visible en el Niño de Belén, de modo que quien contempla al Niño de Belén,
contempla la gloria de Dios.
La Palabra se hizo carne en el Niño
de Belén y luego, al crecer el Niño, la Palabra encarnada se ofreció a sí misma
en la Cruz en el Calvario, de modo que hizo del Calvario su Morada, para que
todo el que quiera encontrar a la Palabra de Dios, la encontrara al pie de la
Cruz, y así también pudiera contemplar la gloria de Dios, porque quien
contempla a Cristo crucificado, contempla la gloria de Dios.
La Palabra se hizo carne en el Niño
de Belén, y fue crucificada en la Cruz, pero luego de morir, resucitó, y así
esta Palabra hecha carne continúa su Encarnación en la Eucaristía, en donde la
carne del Cordero de Dios, manifestada en Belén y muerta en la Cruz, está ahora
resucitada, viva y glorificada, lista para ser recibida con fe y con amor por
quienes aman al Cordero. Quien consume a la Palabra de Dios encarnada,
resucitada y glorificada en la Eucaristía, no solo contempla la gloria de Dios,
sino que convierte su pobre corazón en un tabernáculo de gloria, y es
glorificado por la gloria divina que inhabita en la Carne del Cordero, la
Eucaristía.
La
Palabra eterna del Padre se encarnó en el tiempo en el seno virgen de María
Santísima, y puso su Morada entre nosotros: su Morada es el Tabernáculo
Viviente, el Sagrario más precioso que el oro, el seno virginal de la Madre de
Dios; su Morada es el Pesebre de Belén; su Morada es el altar eucarístico; su
Morada es todo sagrario y tabernáculo en donde se encuentra la Eucaristía, su
Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad y su Amor. Quien contempla al Niño de
Belén en el Pesebre; quien contempla al Niño de Belén oculto en la Eucaristía,
ve su gloria, que es la gloria que recibió eternamente del Padre, por ser su
Hijo Unigénito, lleno de gracia y de verdad. Y quien, luego de contemplar y
adorar, comulga adorando a la Palabra hecha Carne santa y resucitada, el Cuerpo
glorioso del Niño Dios en la Eucaristía, recibe de Él su gracia, su gloria, su
vida eterna, su luz divina y su Amor Eterno.
Si Juan el Evangelista contempló a la
Palabra que se hizo carne, que puso su morada entre los hombres y así vio su
gloria, la gloria de Dios, el católico que comulga puede considerarse
inmensamente más dichoso que Juan, porque además de contemplar a la Palabra
hecha carne en la Eucaristía, come de esa misma Carne gloriosa, y así el Verbo
de Dios pone su morada, no ya en el pobre Portal de Belén, sino en el Nuevo Portal
de Belén, el corazón del hombre que comulga con fe y con amor, y así,
comulgando de esta manera, más que ver la gloria de Dios, se llena de esa misma
gloria divina, porque la Palabra de Dios encarnada en la Eucaristía está
embebida de la gloria divina.
“Y la Palabra se
hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria,
gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad”. En el
versículo final del Inicio del Evangelio de Juan, se describe la comunión
eucarística de quien recibe a la Palabra de Dios encarnada, Jesús, con fe y con
amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario