jueves, 31 de marzo de 2016

Jueves de la Octava de Pascua



         “La paz sea con vosotros” (Lc 24, 35-48). Jesús resucitado se aparece en medio de los discípulos y les dice: “La paz sea con vosotros”. No se trata de un mero saludo, sino del efectivo don de la paz, uno de los más preciados frutos de su misterio pascual de Muerte y Resurrección, puesto que se trata de la paz verdadera, la paz interior del alma, la paz de Dios, no la paz del mundo; es la paz que sobreviene al alma no solo porque han sido derrotados para siempre los tres enemigos mortales que quitaban la paz al hombre –el demonio, el pecado y la muerte-, sino que es la paz sobrenatural, celestial, que brota del Ser divino trinitario, que es la Paz Increada en sí misma. La paz que da Cristo resucitado, tiene entonces una doble vertiente: el hombre se llena de paz porque ya no es enemigo de Dios porque sus pecados han sido borrados con la Sangre de Cristo; porque el Demonio y la Muerte, que le quitaban la paz, han sido vencidos para siempre por la cruz de Jesús, y porque su alma se inunda con la paz misma de Dios, con Dios, que es un Dios pacífico –no pacifista- y de paz.
         La reacción de los discípulos –entre los que se encuentran los discípulos de Emaús, quienes están precisamente relatando su encuentro con Jesús resucitado al momento de aparecérseles Jesús- es la misma de todos: incredulidad –no creen que Jesús haya resucitado, aún cuando lo están viendo-, miedo –al punto que Jesús mismo les debe decir que no tengan miedo-, dudas –lo confunden con un fantasma, a pesar de que están viendo su Cuerpo glorioso-, y también están incapacitados, al igual que María Magdalena en el Huerto, al igual que los discípulos de Emaús en el camino, de reconocer a Jesús resucitado, y la razón es que la naturaleza humana no puede, por sí misma, ni comprender la realidad de la Resurrección, ni contemplar la gloria de Dios, que se manifiesta a través del Cuerpo glorioso de Jesús: necesitan la luz del Espíritu Santo, infundida por Jesucristo, para que sean capaces de creer, aceptar y amar la realidad de la Resurrección. Esto es lo que explica lo que dice el Evangelio: “Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras”. Jesús “abre el entendimiento” de los discípulos, para que puedan “comprender las Escrituras” y, consecuentemente, puedan contemplarlo a Él en cuanto resucitado. Esto significa que es necesario el don del Espíritu Santo para que el alma humana pueda, por medio de la luz divina, comprender, creer y amar los misterios de la vida de Jesús y su evento pascual redentor. Si no se produce esta intervención del Espíritu de Dios, que ilumina las mentes y los corazones para que sean capaces de contemplar el misterio sobrenatural absoluto del Hijo de Dios, encarnado, muerto en cruz y resucitado, se piensa y se cree sólo con categorías humanas, reduciendo el misterio de Jesucristo a lo que la razón humana puede comprender y reduciendo por lo tanto el cristianismo a un sistema de auto-ayuda y superación personal.
Lo mismo sucede con la Presencia de Jesús resucitado, vivo y glorioso en la Eucaristía: si no está la luz del Espíritu Santo, los bautizados se comportan, con respecto a Jesús Eucaristía, como los discípulos ante la aparición de Jesús: hay dudas sobre la Presencia real, verdadera y substancial de Jesús en la Eucaristía; se piensa que es un poco de pan bendecido en una ceremonia religiosa; se confunde la Presencia gloriosa de Jesús en la Eucaristía con una presencia simbólica. En definitiva, si no media la iluminación del Espíritu de Dios acerca de la Eucaristía, se reduce su Presencia a lo que la razón humana puede comprender, lo cual significa, en la práctica, reducir a la nada el misterio eucarístico y convertir al cristianismo en un psicologismo que lo único que persigue es la auto-superación personal.

“La paz sea con vosotros”. Desde la Eucaristía, Jesús resucitado nos comunica la paz de su Sagrado Corazón, la misma paz que comunicó a los discípulos luego de resucitado, y es la paz que fundamenta nuestra paz interior y que nos obliga, en el Amor de Dios, a dar la paz a nuestros hermanos, comenzando por aquellos que son nuestros enemigos, por algún motivo circunstancial. Pero para poder comprender el don de la paz de Jesús Eucaristía, es necesario que Jesús “abra nuestras mentes y corazones” con la luz del Espíritu Santo, y es por eso que le decimos a Jesús Eucaristía: “Ven, Señor Jesús (Ap 2, 20), aumenta mi fe (Mc 9, 23) en tu gloriosa resurrección y en tu gloriosa Presencia Eucarística, para que pueda yo ser un instrumento de paz celestial para mis hermanos”.

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