miércoles, 23 de abril de 2014

Jueves de la Octava de Pascua


(Ciclo A – 2014)
         “Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer” (Lc 24, 35-48). El Evangelista destaca dos reacciones en los discípulos ante la aparición de Jesús resucitado: “admiración” y “alegría”. Se trata de dos aspectos completamente descuidados por los cristianos y que son los responsables del ateísmo y de la secularización en la que ha caído el mundo moderno. La “admiración” es la capacidad de contemplar la realidad y descubrir en ella el misterio que la envuelve. Según Aristóteles, la admiración es el principio del filosofar; sin admiración, el hombre solo mira la superficie de la realidad, sin adentrarse en lo profundo, como el que navega por el mar, pero no se sumerge en él para bucear en la profundidad. Si la admiración es necesaria en la vida natural, en lo sobrenatural se da de modo espontáneo, puesto que la contemplación del Ser trinitario provoca admiración en la creatura, dada la extraordinaria majestad y hermosura que posee en sí mismo el Ser trinitario. Con respecto a la alegría, es un aspecto que también ha sido descuidado por el cristianismo, puesto que por lo general, el cristianismo ha sido presentado con un rostro demasiado duro, sin alegría, o, en el extremo opuesto, con una alegría sosa, rayana en la bobería y en la superficialidad, siendo los dos anti-testimonios del verdadero cristianismo. En el caso de la escena evangélica, se dan el verdadero asombro y la verdadera alegría, que son el asombro y la alegría sobrenaturales: los discípulos contemplan a Jesús, resucitado y glorioso, y no caben en sí de la alegría y el asombro; están tan maravillados, que no pueden creer lo que contemplan y esto es lo que les sucede a los ángeles y a los santos en el cielo, en la visión beatífica en el cielo: la contemplación del Ser trinitario, de su hermosura, causa tanta admiración y gozo, que literalmente la creatura, sea angélica o humana, sería aniquilada por el gozo y la alegría, si no fuera auxiliada por la gracia. En otras palabras, para contemplar la hermosura de la Santísima Trinidad, es necesario el auxilio de la gracia santificante, para no morir de gozo y de alegría, y esto para el ángel y para el santo, no solo para el simple mortal. De igual modo, los discípulos en el cenáculo, deben ser auxiliados por la gracia, para no morir de la alegría.

         “Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer”. Si alguien escribiera la reacción, al menos interior, de los cristianos que adoran la Eucaristía -y de los que asisten a la Santa Misa, porque el que asiste a Misa, debe adorar la Eucaristía-, debería describir la misma reacción experimentada por los discípulos ante Jesús resucitado. Y los que se encuentran cotidianamente con los que adoran la Eucaristía -y asisten a Misa-, deberían experimentar la misma alegría y el mismo asombro, como si se encontraran con Jesucristo en Persona, porque la contemplación y adoración de Cristo tiene esa finalidad: la transformación de la persona en Cristo: “Ya no soy yo, sino Cristo, quien vive en mí” (Gal 2, 20). Esto es lo que sucedía en los santos, en quienes se daba el triunfo completo de Cristo, porque para eso ha venido Cristo: para que muera el hombre viejo y para que nazca el hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia. En otras palabras, el que se encuentra con un adorador -y con el que comulga la Eucaristía-, debería experimentar el gozo y la alegría de encontrar al mismo Cristo.

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