(Ciclo A – 2014)
“El primer día de la semana (…) llegó Pedro (…) luego el
otro discípulo (…) todavía no habían comprendido que, según la Escritura, Él
debía resucitar de entre los muertos” (Jn
20, 1-9). Durante la tarde y la noche del Viernes Santo y durante todo el
Sábado Santo, el Cuerpo Santísimo de Nuestro Señor Jesucristo, que yace envuelto
en el Santo Sudario y tendido en la oscura y fría losa sepulcral. Desde que la
piedra selló la entrada, solo el silencio y la oscuridad reinaron en el sepulcro
nuevo, nunca usado por nadie antes, cedido por José de Arimatea a la Madre de
Jesús, María Santísima. El hecho de que el sepulcro fuera nuevo, anticipaba ya
el hecho maravilloso de la Resurrección del Domingo: la muerte jamás habría de
tomar contacto con el Cuerpo Santísimo del Señor Jesús y el hedor de la muerte
nunca habría de ser percibido en el sepulcro, porque la muerte habría de ser
derrotada para siempre por Aquel que era la Vida en sí misma, porque el que
yacía en el sepulcro no era un hombre más, sino el Hombre-Dios, Dios hecho
hombre sin dejar de ser Dios, que se había encarnado en el seno purísimo y
virginal de la Madre de Dios precisamente para derrotar de una vez y para siempre
a los tres grandes enemigos de la humanidad: la muerte, el pecado y el demonio.
La derrota de los tres grandes enemigos del hombre se
produjo en la cruz, pero su manifestación visible tuvo lugar en el Santo Sepulcro,
y sucedió de la siguiente manera. En la madrugada del tercer día, el día
Domingo, la oscuridad del sepulcro se disipó repentinamente y para siempre con
la aparición de una luz brillantísima, poderosísima, emitida por una fuente de
energía lumínica de origen divino, desconocida para la creatura humana y
angélica. Ubicada a la altura del Corazón de Jesús, esta fuente de luz, de una
potencia y cualidad infinitamente superior a todo artefacto conocido o por
conocer por el hombre, en una millonésima de millonésima de segundo, surgiendo
desde lo más profundo del Corazón de Jesús, y expandiéndose desde su Corazón a
todo el Cuerpo, iluminó todo el Cuerpo de Jesús, y debido a que era una luz “viva”,
es decir, era una luz que tenía en sí misma vida, porque esa luz era una luz
divina, porque esa luz era la Vida en sí misma, porque era Dios en sí mismo, al
mismo tiempo que iluminaba el Cuerpo de Jesús, le daba vida, y como era la vida
de Dios, lo glorificaba, de modo que el Cuerpo de Jesús quedó iluminado y glorificado
gracias a esa luz gloriosa que surgía de su propio Sagrado Corazón; es decir,
era Él mismo, quien se daba así mismo la Vida, porque Él lo había dicho: “Nadie
me quita la vida; Yo la doy voluntariamente; tengo autoridad para darla y tengo
autoridad para tomarla” (Jn 10, 18). Esta
energía lumínica fue tan grande y tan rápida que fue capaz de imprimir el
Cuerpo de Jesús en el lienzo[1],
al tiempo que fue capaz de convertir la materia del Cuerpo de Jesús en materia
glorificada, es decir, fue capaz de convertirlo en un Cuerpo glorioso y por lo
tanto hacerlo capaz de traspasar la materia, además de hacerlo luminoso,
radiante, espiritual, inmortal y lleno de la gloria de Dios[2].
Fue con este Cuerpo glorioso, luminoso, radiante, lleno de
la gloria y de la vida divina, que Jesús se apareció, según la Tradición,
primero a María Santísima, como premio a su Amor de Madre y al haber estado la
Virgen junto a la cruz durante su agonía y hasta que murió y durante todo el
Viernes y el Sábado Santo, hasta el Domingo, esperando la Resurrección, y
luego, según las Escrituras, se apareció a sus discípulos, a las Santas Mujeres
y a los Apóstoles, incluido a Tomás el Incrédulo, el que luego de ver sus
llagas y meter la mano en su Costado abierto, creyó. Fue con su Cuerpo
glorioso, lleno de luz y de gloria divina, que provocó “asombro”, “estupor”,
alegría”, “gozo”, entre sus discípulos y amigos, dejándolos mudos de la
alegría, ya que era tanta la alegría que tenían de verlo, que no podían
articular palabra.
Pero
lo más asombroso de todo es que el Día Domingo –todo día Domingo, todos los
días Domingos- es partícipe de ese resplandor divino, por eso el Domingo se
llama “Dies Domini” o “Día del Señor”, y ésa es la razón por la cual la Iglesia
prescribe, bajo pena de pecado mortal, la asistencia a la Misa Dominical:
asistir a Misa el Domingo es asistir al Calvario porque la Misa es la
renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, pero es también asistir
al Santo Sepulcro vacío, porque Jesús ya no está tendido con su Cuerpo muerto
en la losa del sepulcro, sino que está con su Cuerpo glorioso, vivo y
resucitado, en el altar eucarístico, en la Eucaristía.
Y
esto último es lo más asombroso de todo: que la Eucaristía es ese mismo Señor
Jesús, que estuvo muerto en la cruz y que resucitó en el sepulcro el Domingo de
Pascua, el Domingo de Resurrección y viene a nuestros corazones en la comunión
eucarística, que a menudo son oscuros y fríos, como la losa del sepulcro, para
convertirlos en luminosos y radiantes sagrarios vivientes.
[1] De la energía lumínica de origen
divino que infundió la Vida, la luz y la gloria divina en el Cuerpo muerto de
Jesús, es testigo la Sábana Santa de Turín o Síndone, que está expuesta en la
ciudad de Turín, en Italia. Para más detalle: http://santosudariodejesus.blogspot.com.ar/
[2] http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p122a5p2_sp.html
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