viernes, 11 de mayo de 2012

Amaos los unos a los otros como Yo os he amado (I)


“Amaos los unos a los otros como Yo los he amado” (I). Jesús deja para sus discípulos un solo mandamiento, que más que agregarse a los que ya existían, los condensa en sí mismo a todos, al tiempo que los eleva a un estado infinitamente más alto.
         Jesús deja un solo mandamiento nuevo, nada más que uno, de modo tal que los cristianos no pueden decir que no cumplen sus palabras porque los mandamientos son muchos. Nadie puede decir: “Son tantos los mandamientos, que no sé cuál cumplir primero, y por eso no los cumplo”. Es uno solo, y nada más que uno, en el que está resumida y concentrada toda la Ley divina.
         Es uno solo, solamente uno, y sin embargo, si el mundo sucumbe, envuelto en las tinieblas del odio del hombre contra el hombre, es porque los cristianos, a pesar de que Jesús deja un solo mandamiento, no son capaces de vivirlo y cumplirlo, dejando de esta manera de ser “luz del mundo y sal de la tierra”.
         Y sin la luz de Cristo, el mundo es cubierto cada vez más por las espesas y oscuras tinieblas del mal; sin la sal del Amor de Cristo, la vida humana no solo se vuelve insípida, sino amarga como al hiel.
         La causa del impresionante avance de las fuerzas del mal sobre toda la humanidad, no es que los cristianos no sean capaces de amar, puesto que sí aman: la causa del avance del mal es que los cristianos aman, pero solo de un modo humano, que siempre es un amor limitado y mezquino, que se deja llevar por las apariencias. Los cristianos aman, pero humanamente; no aman hasta la muerte de Cruz, que es como Jesús lo pide: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”, y Jesús nos ha amado hasta la Cruz.
         El cristiano, a pesar de que es un solo mandamiento, no ha aprendido a amar como Cristo lo pide, hasta la muerte de Cruz, lo cual quiere decir un amor infinitamente más grande y potente que el amor humano, porque se trata de un Amor celestial, sobrenatural, divino.
         El Amor de la Cruz es un amor tan poderoso, que su fuerza alcanza, por ejemplo, no solo para superar las desavenencias entre los esposos, o los desencuentros entre padres e hijos, o las enemistades entre unos y otros, sino que su fuerza es tan grande, que quema en la hoguera del Amor divino toda clase de discordia y enemistad, al tiempo que enciende los corazones en el Fuego del Amor divino.
         Esto quiere decir que si los esposos se amaran entre sí, como Cristo los amó, no habrían separaciones; si los hijos amaran a sus padres, como Cristo los amó, no habrían hijos rebeldes, malos y desagradecidos; si los cristianos amaran a sus enemigos, como Cristo los amó, no habrían más discordias, violencias, guerras.
         Si los cristianos amaran a sus prójimos como Cristo los amó, la tierra sería un anticipo del Paraíso celestial.
        Si el mundo cae en el abismo del odio, es porque los cristianos no aman como Cristo los amó.
        
        

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