“Vuestra tristeza se
convertirá en gozo” (Jn 16, 20-23).
Jesús anuncia su Pasión en la Última Cena, y el anuncio de sus dolores, de su
sufrimiento y de su muerte provoca en los discípulos una gran tristeza. Al
comprobar este estado de abatimiento de los suyos, Jesús les afirma que sí,
verdaderamente ellos estarán tristes, pero luego esa tristeza se convertirá en
“alegría que nadie les podrá quitar”. No lo dice para simplemente dar ánimo a
los discípulos: la alegría surgirá espontánea, y no finalizará nunca, cuando Él
“los vea”, ya resucitado, porque Él les comunicará de su Espíritu, que es
Alegría infinita.
Esta misma alegría de los
apóstoles y discípulos, la que surge del encuentro personal con Cristo
resucitado y de su contemplación extasiada, es la alegría a la que está llamado
todo cristiano, más allá de los dolores y tribulaciones de esta vida.
Es decir, el cristiano,
viviendo esta vida, llamada “valle de lágrimas” por autores espirituales, basado
en la esperanza del encuentro en la eternidad con Cristo resucitado, tiene a su
disposición la gracia de siempre, en todo momento, y sobre todo en los momentos
más tristes y duros de la vida terrena, vivir con alegría y serenidad.
La certeza de la
resurrección de Cristo y de su triunfo sobre el demonio, la muerte y el pecado,
es el fundamento de la alegría del cristiano, aún en medio del dolor presente.
La Eucaristía es el anticipo de esa alegría eterna, sin fin,
inconcebible, inimaginable, porque la Eucaristía es Jesús resucitado, glorioso, vivo,
en Persona.
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