“Glorifícame, Padre, con la
gloria que tenía contigo en la eternidad” (Jn
17, 1-11). En esta oración, pronunciada durante la Última Cena, Jesús se revela
como Dios Hijo, al manifestar que posee la gloria del Padre desde la eternidad.
Esta auto-revelación de la
divinidad de Jesús es trascendental, puesto que es el fundamento para el
posterior envío del Espíritu Santo sobre su Iglesia en Pentecostés, luego de
ser ascendido.
No es irrelevante creer en
Jesús o no creer en Jesús como Dios.
Si Jesús es Dios, entonces
Él, junto al Padre, envían al Espíritu Santo, el Santificador, que lleva a cabo
la obra de la santificación de la
Iglesia y de las almas, además de obrar el más grande de los
milagros, el Milagro entre los milagros de Dios, el Milagro que asombra a los
ángeles, que solo puede ser hecho con la omnipotencia divina, y con su infinita
sabiduría y con su infinita misericordia, la Eucaristía, al
convertir, en el momento en el que el sacerdote ministerial pronuncia las
palabras de la consagración, el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
No da lo mismo creer en
Cristo como Dios o no creer.
Si creemos que Cristo es
Dios Hijo “venido en carne”, pertenecemos a Dios, y de Él recibiremos su Carne
y su Sangre en la
Eucaristía y su Espíritu Santo en Pentecostés.
Si no creemos esto,
comulgamos solo nuestra condenación y, como dice el evangelista San Juan,
pertenecemos al Anticristo.
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