martes, 22 de mayo de 2012

Glorifícame, Padre, con la gloria que tenía contigo en la eternidad



“Glorifícame, Padre, con la gloria que tenía contigo en la eternidad” (Jn 17, 1-11). En esta oración, pronunciada durante la Última Cena, Jesús se revela como Dios Hijo, al manifestar que posee la gloria del Padre desde la eternidad.
Esta auto-revelación de la divinidad de Jesús es trascendental, puesto que es el fundamento para el posterior envío del Espíritu Santo sobre su Iglesia en Pentecostés, luego de ser ascendido.
No es irrelevante creer en Jesús o no creer en Jesús como Dios.
Si Jesús es Dios, entonces Él, junto al Padre, envían al Espíritu Santo, el Santificador, que lleva a cabo la obra de la santificación de la Iglesia y de las almas, además de obrar el más grande de los milagros, el Milagro entre los milagros de Dios, el Milagro que asombra a los ángeles, que solo puede ser hecho con la omnipotencia divina, y con su infinita sabiduría y con su infinita misericordia, la Eucaristía, al convertir, en el momento en el que el sacerdote ministerial pronuncia las palabras de la consagración, el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
No da lo mismo creer en Cristo como Dios o no creer.
Si creemos que Cristo es Dios Hijo “venido en carne”, pertenecemos a Dios, y de Él recibiremos su Carne y su Sangre en la Eucaristía y su Espíritu Santo en Pentecostés.
Si no creemos esto, comulgamos solo nuestra condenación y, como dice el evangelista San Juan, pertenecemos al Anticristo.

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