“Como el Padre me envió al
mundo, así Yo los envío al mundo” (Jn
17, 11-19). Así como el Padre envió a Jesús al mundo, a encarnarse, por Amor,
puesto que fue el Espíritu Santo quien lo trajo desde el seno eterno del Padre
al seno virgen de María en el tiempo, así el mismo Jesús, enviará a sus
discípulos y a la Iglesia
a misionar al mundo, llevados por el mismo Espíritu Santo.
Esto quiere decir que el
motor de toda la misión de la
Iglesia, y el motor de todo apostolado de los cristianos, y
el motor de todo lo que el cristiano obre en la Iglesia, es –o al menos,
debe ser-, el Amor de Dios. Es el Espíritu Santo el que lleva a la Iglesia a comunicar la Buena Noticia de la Pasión salvadora de
Jesucristo al mundo, y debe ser el Amor de Dios, por lo tanto, el motor del
movimiento de toda la vida del cristiano.
El cristiano, el verdadero
cristiano, obra en el mundo movido por el mismo Espíritu de Cristo, que es el
Espíritu Santo, el Espíritu del Amor divino; el verdadero cristiano, da
testimonio de Jesucristo, llevado por el Amor de Dios, ante todo con sus obras
de misericordia.
Cualquier otro motivo que
lleve a obrar al cristiano –intereses mundanos, intereses propios, o cualquier
otro interés-, que no sea pura y exclusivamente el Amor divino, constituye una
muestra de egoísmo y de mezquindad por parte de ese cristiano, y una negación y
una traición a la misión encomendada por Jesús.
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