“Que sean uno, como Tú y Yo
somos uno” (Jn 17, 20-26). En la
oración de la Última Cena, antes de su Pasión, Jesús pide por la unidad de los
discípulos: “Que sean uno, como Tú y Yo somos uno”.
Esta unidad que pide Jesús
no es una mera unidad de tipo moral, tal como se da entre los integrantes de
cualquier sociedad humana, sea religiosa, política, o de cualquier orden. La
unidad que desea Jesús para su Iglesia se da en Él: “Ellos en Mí, como Yo en
Ti”. Quien vive unido a Cristo, vive unido a sus hermanos, y esta unidad con
los hermanos de la Iglesia,
es una unidad mucho más fuerte que la unidad biológica, la que es consecuencia
de la filiación y del parentesco, de manera tal que los bautizados en la Iglesia, al unirse a
Cristo, son verdaderamente hermanos entre sí, y no por un mero título, sino por
un lazo espiritual y real, porque lo que concede esta unidad es el Espíritu
Santo.
Es el Espíritu Santo el que,
soplando sobre el hombre, lo convierte en una criatura nueva, en un hijo
adoptivo de Dios, que forma parte del Cuerpo Místico de Jesús, y como Cuerpo de
Jesús, pasa a estar animado y vivificado por el mismo Espíritu de la Cabeza, el Espíritu Santo.
La unidad entre los hermanos
de la Iglesia
no es algo artificial, sino que se da como consecuencia de poseer todos el
mismo Espíritu Santo, Espíritu que es Amor en sí mismo, y por los signos de la
fraternidad en Cristo son distintivos, y llevan a exclamar a los paganos:
“Mirad cómo se aman”, porque el Amor que los une no es el amor humano, sino el
Amor de Dios, el Espíritu Santo, que los lleva a mucho más que “soportarse”
mutuamente: los lleva a comprenderse, a ayudarse mutuamente, material y
espiritualmente, a perdonarse. La caridad, el amor sobrenatural de unos por
otros, es el distintivo de las personas, de las comunidades parroquiales, de
las instituciones, congregaciones y órdenes religiosas, en donde impera el
Espíritu del Amor divino.
Por el contrario, cuando una
persona, o una comunidad parroquial, o una institución religiosa, viven en lo
opuesto, esto es, la soberbia, la discordia, el enfrentamiento, la división, la
traición, la calumnia, la ausencia de compasión y de caridad cristiana, es
clarísima señal distintiva de que en esos cristianos se encuentra presente y
obra a sus anchas el espíritu maligno, el diablo.
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