“Les conviene que Yo me vaya
para que les envíe el Paráclito” (Jn
16, 7). Jesús anuncia su Pasión y su
muerte, su Pascua, su “paso” de este mundo al otro, y a la tristeza que este anuncio les produce a sus
discípulos, le sigue la revelación de algo que quitará esa tristeza para
siempre, dando lugar a una alegría sin fin: el don del Espíritu Santo.
Toda la Pasión de Jesús tiene este
fin: donar el Espíritu Santo, el Amor divino, a su Iglesia y a sus discípulos.
Esta es la respuesta de Dios
a la malicia de los hombres, que crucifican a su Hijo: enviarles el Espíritu
Santo, su Amor, como sig,no indudable de su perdón.
Y será el Espíritu Santo el
que, iluminando las mentes de los discípulos, les hará ver plenamente cuál es
el sentido último de la existencia del hombre en la tierra, y cuáles son las
realidades sobrenaturales en las que el hombre está inmerso, y que condicionan
su destino eterno: el Demonio, “Príncipe de este mundo”, como lo llama Jesús;
su aguijón mortal, que es el pecado, el cual conduce a la muerte eterna.
El Espíritu Santo hará ver a
los discípulos que esta vida es solo un anticipo de la otra, la eterna; un
breve paso, “una mala noche en una mala posada”, como dice Santa Teresa de
Ávila, y que por lo tanto el hombre no debe poner sus esperanzas en esta vida,
sino en la otra; el Espíritu Santo hará ver también que el hombre se enfrenta a
tres grandes y poderosos enemigos de su vida y de su felicidad eterna, el
demonio, el pecado y la carne, pero hará ver y comprender también que es Cristo
quien ha derrotado a estos tres formidables enemigos desde la Cruz, dando lugar a la
esperanza y a la alegría “que nadie podrá quitar”.
Y es en esta verdad en donde
radica la alegría del cristiano, en medio de las tribulaciones y pruebas de
esta vida terrena.
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