(Domingo VI – TP – Ciclo B – 2012)
“Os doy
un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros, como Yo os he amado” (…).
Jesús deja, para su Iglesia, para sus discípulos de todos los tiempos, un
mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”. ¿Por qué
Jesús dice que es un mandamiento “nuevo”, si los judíos ya lo conocían? En la
ley de Moisés, se prescribía el amor a Dios, siendo este el primero y el
principal: “Amarás al Señor, tu Dios, por sobre todas las cosas, con toda tu
mente, con toda tu alma, con todo tu corazón”. Y también existía el mandato del
amor al prójimo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.
¿Por
qué, entonces, si los judíos ya conocían este mandamiento, Jesús dice que es
“nuevo”?
El
mandamiento del amor de Jesucristo es nuevo, y tan radicalmente nuevo, que
puede decirse que no estaba prescripto, aún cuando en la Antigua Ley se mandaba el amor
a Dios y al prójimo.
¿En qué
consiste la novedad del mandato de Jesús?
La
novedad consiste en la cualidad, el origen y el modo del amor con el que los
cristianos se deben amar entre sí y, por supuesto, también a Dios.
El amor
con el que Jesucristo manda amar al prójimo y a Dios, es el Amor suyo, que es,
a su vez, el Amor con el cual Dios Padre lo ama desde la eternidad, y es el
Amor con el cual Él nos ama desde la
Cruz: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”.
Cristo
nos ha amado con el Amor divino, un amor tan inmensamente fuerte, que lleva a
morir en la Cruz
por aquél a quien se ama.
El amor
que late en el Sagrado Corazón de Jesús por cada uno de los hombres, es tan
inmensamente grande, que lo lleva a padecer las penas y los dolores más atroces
jamás concebidos siquiera por la mente humana.
Su Amor
–el amor con el cual nosotros debemos amar a nuestros prójimos, empezando por
aquel que es nuestro enemigo-, es tan grande, que lo lleva a abrazar la Cruz y besarla, y desear los
tormentos y dolores más atroces, con tal de que el alma a quien Él ama, no se
condene eternamente en el infierno.
Es este
Amor, el Amor divino, el Espíritu Santo, con el que Jesús nos ha amado hasta la
muerte de Cruz, con el cual el cristiano debe amar a su prójimo: “Amaos, como
Yo los he amado, desde la Cruz”.
¿Cómo es
en la vida práctica, de todos los días, este amor?
Para los
esposos, quiere decir vivir al extremo de la heroicidad la paciencia, el
afecto, el respeto, la comprensión; es perdonar con el mismo perdón con el que
Cristo nos perdona desde la Cruz;
quiere decir ser fieles hasta la muerte a las promesas matrimoniales de
fidelidad y castidad conyugal.
Para los
hijos, quiere decir honrar a los padres con la obediencia, el respeto, la
sumisión amorosa, por ser ellos la voz de Dios para sus vidas; quiere decir
hacer el propósito de jamás entristecerlos, evitando toda obra mala.
Para los
hermanos, quiere decir aprender a compartir todo lo que se tiene, ser ayuda en
tiempo de tribulación, ser consuelo en tiempo de tristeza, ser compañero en
tiempo de alegría y de paz, ser amigo en todo momento. Dios ha puesto a los
hermanos en la vida para que aprendamos a amar, y no para que descarguemos
nuestro enojo, nuestra impaciencia, nuestra mala voluntad.
Para
todo cristiano, amar al prójimo como Cristo los amó, quiere decir amar a todo
prójimo, más allá de su apariencia, de su condición social, de su estado;
quiere decir amar a todos, en especial a aquellos que por alguna circunstancia
son enemigos; quiere decir obrar la misericordia, espiritual y corporal,
comenzando por los más desposeídos.
Para
todo cristiano, amar al prójimo quiere decir, en primer lugar, amar a Dios,
porque no hay verdadero amor al prójimo si no hay amor a Dios, y amar a Dios
con amor de Cruz, quiere decir amarlo verdaderamente, por sobre todas las
cosas, por sobre todo el mundo y sus atractivos; quiere decir desear estar a
solas con Él, en la oración; quiere decir desear hablar con Él, acerca de las
alegrías, las penas, los dolores, así como se habla, buscando consuelo, con un
padre o con un amigo muy querido; amar a Dios con el amor de la Cruz quiere decir desear la
unión con Él, por medio de su recepción en los sacramentos, principalmente la Eucaristía; quiere
decir renunciar a los dioses e ídolos del mundo, que separan de Él, como el
fútbol, la política, la diversión mundana; quiere decir preferir escuchar los
suaves latidos del Sagrado Corazón en el sagrario, en la oración frente al
sagrario, en vez de oír el tintinear metálico del dinero; quiere decir querer y
desear escuchar su suave voz, en vez de escuchar las voces y gritos estridentes
de la televisión, de Internet, de las compañías y amistades mundanas.
“Amaos
los unos a los otros, como Yo os he amado”. Si el mundo naufraga en las
tempestuosas olas de la violencia y del odio del hermano contra el hermano, es
porque los cristianos no han aprendido –no han querido aprender- el único
mandamiento de Jesús: “Amar a Dios y al prójimo con el Amor de la Cruz”.
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