“En el mundo tendréis que
sufrir, pero no temáis, Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Antes de su Pasión, Jesús, Cabeza de la Iglesia, anuncia a su
Cuerpo Místico cuál será su destino: la gloria eterna en los cielos, pero luego
de pasar por la Cruz.
Antes de llegar al cielo,
los discípulos deberán sufrir en el mundo, pues seguirán los pasos de su
Maestro: “En el mundo tendréis que sufrir”.
La Cruz es el camino, el único camino, que conduce a la
eterna bienaventuranza. Sin Cruz, no es posible llegar a la felicidad del Reino
de Dios.
La tentación de muchos
cristianos es pretender esquivar o negar la Cruz, lo cual constituye un grave error, porque
significa la pérdida inmediata del único acceso posible, establecido por Dios,
a la bienaventuranza eterna.
La tribulación, el dolor, la
muerte, son los sufrimientos que Jesús anuncia que todo discípulo habrá de
padecer en este mundo, puesto que este mundo no es el Paraíso ni el destino
final del hombre, sino la antesala de la eternidad.
Contrariamente a lo que el
hombre puede pensar, el sufrimiento y las tribulaciones son dones del cielo que
configuran al alma a Cristo, al hacerlas partícipes de su Cruz, y es aquí
precisamente, en la Cruz,
en donde el poder divino cambia radicalmente el sentido del dolor y del sufrimiento:
de tormento y castigo, el dolor asociado al dolor de Cristo crucificado, se
convierte en fuente de santidad y en camino al cielo.
“En el mundo tendréis que
sufrir, pero no temáis, Yo he vencido al mundo”. El sufrimiento es inevitable
en esta vida, pero el poder omnipotente de Cristo Dios en la Cruz cambia radicalmente su
sentido, puesto que Él ha vencido al pecado y a la muerte, fuentes del
sufrimiento, y los ha convertido en fuente de alegría y paz.
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