(Domingo
II - TC - Ciclo A – 2014)
“Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se
volvieron blancas como la luz” (Mt
17, 1-9). Jesús sube al Monte Tabor con sus discípulos y se transfigura delante
de ellos. Se trata de algo natural para Él, puesto que es la gloria que posee desde
toda la eternidad; es la gloria que Dios Padre le ha comunicado desde la
eternidad, desde que lo engendró en su seno, y que ahora la manifiesta para que
cuando aparezca todo cubierto de sangre en la Pasión, recuerden que Él es Dios Hijo
en Persona y no desfallezcan ante la prueba. Pero si la manifestación de la
gloria es un milagro, el esconder la gloria es un milagro aun mayor, y eso es
lo que hace Jesús durante toda su vida, desde su Nacimiento virginal hasta su
muerte. Solo en dos momentos manifiesta su gloria visiblemente: en la Epifanía
y en el Monte Tabor; luego, oculta su gloria y el ocultar su gloria
visiblemente, supone un milagro mayor que el manifestarla, porque el estado
natural de Jesús es este, el del Monte Tabor, y el de la Epifanía, el de la
manifestación visible de su gloria. Jesús debería aparecer siempre así, como en
el Tabor: radiante, glorioso, luminoso, pero no lo hace, porque la naturaleza
humana así glorificada, no puede sufrir, y entonces Jesús, así glorificado, no
podría haber sufrido la Pasión. Por este motivo es que Jesús oculta su gloria y
no la manifiesta sino por breves segundos en el Monte Tabor: para poder sufrir
la Pasión, y así demostrarnos hasta qué grados de locura llega su Amor por
nosotros.
Si Jesús se hubiera mostrado con su naturaleza humana tal
como lo exigía su condición de ser Hijo de Dios, debería haber aparecido, desde
el primer momento, con su naturaleza humana glorificada, es decir, debería
haberse manifestada desde el primer instante, como en el Monte Tabor, con
resplandores de luz divina, y así debería haber vivido toda su infancia, toda
su niñez, toda su juventud y toda su vida adulta, porque Él es Dios por
naturaleza, y por el solo hecho de ser Dios, le corresponde tener una
naturaleza glorificada, es decir, luminosa, con una luminosidad infinitamente
más luminosa y brillante que miles de soles juntos. Pero si hubiera pasado
esto, Jesús no habría podido sufrir la Pasión, porque una naturaleza humana
glorificada no puede sufrir, y por este motivo, Jesús hizo un milagro, el milagro
de ocultar su gloria desde el primer instante de su Encarnación en el seno de
María Virgen, para aparecer ante los hombres como un Niño más, como un Joven
más entre otros, como un Hombre más entre otros, para poder sufrir la Pasión y
así redimir a los hombres con el Santo Sacrificio de la cruz.
“Su
rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la
luz”. La escena de gloria del Monte Tabor no se entiende ni se debe contemplar
si no es a la luz de la escena de ignominia del Monte Calvario: la luz de
gloria con la cual Jesús se reviste en el Monte Tabor es obra de Dios Padre,
porque es Dios Padre quien le comunica de su Ser divino desde toda la eternidad
a Cristo, Ser divino trinitario que es luminoso y que ahora en el Tabor se
transparenta y se muestra en todo su esplendor; en el Monte Calvario, en cambio,
en vez de blanca luz, Cristo Jesús es revestido por nosotros con rojo carmesí, con el rojo de su
propia Sangre, la Sangre que brota de sus heridas abiertas, las heridas
provocadas por nuestros pecados y es por esto que si el Monte Tabor es obra del
Padre, el Monte Calvario es obra nuestra, de los hombres, que con nuestra malicia, revestimos a
Cristo con el rojo púrpura de su propia Sangre, que se derrama a borbotones
sobre su Cuerpo para perdonar nuestras iniquidades.
“Su
rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la
luz”. Si Dios Padre viste a Cristo de luz de gloria en el Tabor, nosotros lo vestimos con el rojo púrpura de su Preciosísima Sangre, porque golpeamos su rostro con nuestros pecados y cubrimos su Cuerpo con golpes y
heridas en la Pasión, porque cada pecado es un golpe descargado con furia
deicida sobre la Cabeza, el Rostro, los brazos, la espalda, las piernas, el
cuerpo todo de Jesús. Con cada pecado, coronamos de espinas a Jesús, lo
flagelamos y lo crucificamos, perpetuamos su agonía, le damos muerte de cruz y
le atravesamos el costado. Con cada pecado, revestimos a Cristo, no de luz de
gloria, como hace Dios Padre en el Tabor, sino de rojo púrpura, de su Sangre,
en el Tabor. Es por esto que la Cuaresma es el tiempo para reflexionar acerca
de la tremenda realidad del pecado que, si para nosotros es insensible, para
Cristo constituye una misteriosa y dolorosísima realidad. Entonces, como dice
Santa Teresa de Ávila, si no nos mueve, para dejar de pecar, ni el cielo que
Dios nos tiene prometido, ni el infierno tan temido, que nos mueva, al menos,
verlo, por nosotros en la cruz, tan de muerte herido.
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