viernes, 14 de marzo de 2014

“Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz”



(Domingo II - TC - Ciclo A – 2014)
         “Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz” (Mt 17, 1-9). Jesús sube al Monte Tabor con sus discípulos y se transfigura delante de ellos. Se trata de algo natural para Él, puesto que es la gloria que posee desde toda la eternidad; es la gloria que Dios Padre le ha comunicado desde la eternidad, desde que lo engendró en su seno, y que ahora la manifiesta para que cuando aparezca todo cubierto de sangre en la Pasión, recuerden que Él es Dios Hijo en Persona y no desfallezcan ante la prueba. Pero si la manifestación de la gloria es un milagro, el esconder la gloria es un milagro aun mayor, y eso es lo que hace Jesús durante toda su vida, desde su Nacimiento virginal hasta su muerte. Solo en dos momentos manifiesta su gloria visiblemente: en la Epifanía y en el Monte Tabor; luego, oculta su gloria y el ocultar su gloria visiblemente, supone un milagro mayor que el manifestarla, porque el estado natural de Jesús es este, el del Monte Tabor, y el de la Epifanía, el de la manifestación visible de su gloria. Jesús debería aparecer siempre así, como en el Tabor: radiante, glorioso, luminoso, pero no lo hace, porque la naturaleza humana así glorificada, no puede sufrir, y entonces Jesús, así glorificado, no podría haber sufrido la Pasión. Por este motivo es que Jesús oculta su gloria y no la manifiesta sino por breves segundos en el Monte Tabor: para poder sufrir la Pasión, y así demostrarnos hasta qué grados de locura llega su Amor por nosotros.
         Si Jesús se hubiera mostrado con su naturaleza humana tal como lo exigía su condición de ser Hijo de Dios, debería haber aparecido, desde el primer momento, con su naturaleza humana glorificada, es decir, debería haberse manifestada desde el primer instante, como en el Monte Tabor, con resplandores de luz divina, y así debería haber vivido toda su infancia, toda su niñez, toda su juventud y toda su vida adulta, porque Él es Dios por naturaleza, y por el solo hecho de ser Dios, le corresponde tener una naturaleza glorificada, es decir, luminosa, con una luminosidad infinitamente más luminosa y brillante que miles de soles juntos. Pero si hubiera pasado esto, Jesús no habría podido sufrir la Pasión, porque una naturaleza humana glorificada no puede sufrir, y por este motivo, Jesús hizo un milagro, el milagro de ocultar su gloria desde el primer instante de su Encarnación en el seno de María Virgen, para aparecer ante los hombres como un Niño más, como un Joven más entre otros, como un Hombre más entre otros, para poder sufrir la Pasión y así redimir a los hombres con el Santo Sacrificio de la cruz.
“Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz”. La escena de gloria del Monte Tabor no se entiende ni se debe contemplar si no es a la luz de la escena de ignominia del Monte Calvario: la luz de gloria con la cual Jesús se reviste en el Monte Tabor es obra de Dios Padre, porque es Dios Padre quien le comunica de su Ser divino desde toda la eternidad a Cristo, Ser divino trinitario que es luminoso y que ahora en el Tabor se transparenta y se muestra en todo su esplendor; en el Monte Calvario, en cambio, en vez de blanca luz, Cristo Jesús es revestido por nosotros con rojo carmesí, con el rojo de su propia Sangre, la Sangre que brota de sus heridas abiertas, las heridas provocadas por nuestros pecados y es por esto que si el Monte Tabor es obra del Padre, el Monte Calvario es obra nuestra, de los hombres, que con nuestra malicia, revestimos a Cristo con el rojo púrpura de su propia Sangre, que se derrama a borbotones sobre su Cuerpo para perdonar nuestras iniquidades.

“Su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz”. Si Dios Padre viste a Cristo de luz de gloria en el Tabor, nosotros lo vestimos con el rojo púrpura de su Preciosísima Sangre, porque golpeamos su rostro con nuestros pecados y cubrimos su Cuerpo con golpes y heridas en la Pasión, porque cada pecado es un golpe descargado con furia deicida sobre la Cabeza, el Rostro, los brazos, la espalda, las piernas, el cuerpo todo de Jesús. Con cada pecado, coronamos de espinas a Jesús, lo flagelamos y lo crucificamos, perpetuamos su agonía, le damos muerte de cruz y le atravesamos el costado. Con cada pecado, revestimos a Cristo, no de luz de gloria, como hace Dios Padre en el Tabor, sino de rojo púrpura, de su Sangre, en el Tabor. Es por esto que la Cuaresma es el tiempo para reflexionar acerca de la tremenda realidad del pecado que, si para nosotros es insensible, para Cristo constituye una misteriosa y dolorosísima realidad. Entonces, como dice Santa Teresa de Ávila, si no nos mueve, para dejar de pecar, ni el cielo que Dios nos tiene prometido, ni el infierno tan temido, que nos mueva, al menos, verlo, por nosotros en la cruz, tan de muerte herido.

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