(Domingo IV - TC - Ciclo A -
2014)
“Jesús
vio a un ciego de nacimiento (…) Le puso barro en los ojos (…) le dijo que se lavara
en piscina de Siloé (…) cuando volvió, el ciego veía” (Jn 9, 1-. 6-9 13-17. 34-38). Jesús concede la vista a un ciego de
nacimiento, realizando de esta manera un milagro de omnipotencia y demostrando
así su condición divina, pues solo Dios puede hacer un milagro de esta
envergadura. El hecho de ser ciego de nacimiento, significa que no posee
estructuras anatómicas adecuadas, porque están todas atrofiadas desde el
nacimiento, y el hecho de que pueda volver a ver, quiere decir que todos los
órganos anatómicos necesarios para la visión han sido creados en el momento y
puestos en funcionamiento, y esto es algo que solo Dios Creador puede hacerlo
(aunque hay un caso, documentado
científicamente, en el que una persona, nacida también con ceguera, le fue
restablecida la vista milagrosamente por el Padre Pío, pero sin que le fuera
restituida la anatomía ocular: cfr.: https://www.youtube.com/watch?v=xKj13aL2zEU; http://www.padrepio.catholicwebservices.com/ESPANOL/Milagros.htm, la mujer vive actualmente y se llama Emma Di Giorgio, y yo, P. Álvaro Sánchez Rueda, la conocí personalmente), con lo cual Jesús está demostrando que Él es
Dios en Persona.
Sin embargo, el milagro central no es
el físico, ya que este es simbólico o figurativo de otro milagro mayor, y es el
de la iluminación, por parte de Cristo, Luz del mundo, al alma que se encuentra
envuelta en las tinieblas del error, de la muerte, del pecado, y del infierno. Las
tinieblas corporales, las que se derivan de la ausencia o déficit de los
órganos corporales de la visión, no son ni mucho menos las únicas tinieblas del
hombre; existen otras tinieblas, mucho peores que acechan al hombre, tinieblas
de las cuales no puede escapar sin la ayuda divina, y de las cuales las corporales
son figura y representación. Estas otras tinieblas son las tinieblas del error,
de la muerte y del infierno, y son tinieblas mucho más densas, mucho más
oscuras, mucho más difíciles de combatir para el hombre. Todavía más, llega un
momento en que el hombre se encuentra tan inmerso en ellas, que no se da cuenta
que está en ellas, y cree que esas tinieblas son parte suya, y es así que piensa
que el error, la mentira, la muerte y el infierno, forman parte de su mundo. Eso
es lo que le sucede al hombre carnal y pecador, que vive de pecado mortal en
pecado mortal –ira, lujuria, pereza, gula, soberbia, avaricia, envidia-: vive
en las tinieblas, vive en el pecado, vive en la mentira, vive en el error, y no
se da cuenta de ello, o si se da cuenta, piensa que eso es lo natural para él.
El hombre carnal, que se ha habituado al pecado, ha convertido a las tinieblas
en una segunda naturaleza y es por eso que obrar el mal es para él algo
connatural, algo fácil y espontáneo: puede mentir con facilidad, puede robar,
calumniar, puede cometer toda clase de pecados, y su conciencia no le
reprochará nada, porque ha sido oscurecida por las tinieblas del pecado. Esta clase
de hombres, aunque puedan ver con los ojos del cuerpo, son ciegos del alma,
porque no pueden ver a Cristo, Luz del mundo, Verdad de Dios, Sabiduría
Encarnada, y esta clase de ceguera es infinitamente peor que la ceguera
corporal, porque están inducidas y creadas por otras tinieblas, las tinieblas
vivientes, los demonios. El hombre que vive en las tinieblas del pecado, es
porque ha escuchado la voz de las tinieblas vivientes, los demonios, y los ha
adoptado como a sus padres, dueños y señores, desplazando a Dios de su corazón;
el hombre que vive en las tinieblas del pecado, es porque ha convertido a su
corazón, de altar originario consagrado a Dios, en una siniestra y oscura
cueva, en donde anidan los más oscuros y tenebrosos ángeles de la oscuridad,
que son quienes le inspiran las más perversas y bajas pasiones que son las que precipitarán
su vida al abismo del cual no se sale nunca jamás. No en vano Jesús nos
advierte en el Evangelio: “Si tu ojo, tu mano, tu pie, te son ocasión de
pecado, córtatelos, porque más vale entrar tuerto, manco, o cojo en el cielo,
que entero en el infierno” (cfr. Mt
5, 29). No en vano Jesús nos advierte acerca de lo peligroso que significa
vivir en las tinieblas del pecado y lo peligroso que significa, para la vida
eterna del alma, escuchar la siniestra voz del Seductor de los hombres, el
demonio, que con sus tentaciones, busca arrastrarnos hacia el abismo tenebroso de
donde no sale jamás.
“Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12), nos dice Jesús en el
Evangelio, En el cielo, los santos y los ángeles son iluminados con la luz del
Cordero: “el Cordero es la Lámpara de la Jerusalén celestial”, dice el
Apocalipsis (21, 23), y Jesús en la Iglesia nos ilumina con la luz de la Fe, de
la Verdad y de la gracia. Cada uno de nosotros puede elegir, si ser iluminados
por Cristo, o ser entenebrecidos por las tinieblas, pero hemos sido creados
para la luz, y por eso no somos felices si no somos iluminados por Cristo y por
su gracia, y es por eso que, como el ciego del Evangelio, debemos pedir la
gracia de que las tinieblas del error, de la muerte y del infierno, que nos
acechan constantemente, no triunfen sobre nosotros, puesto que han sido
vencidas ya definitivamente por Cristo en la cruz. Como el ciego del Evangelio,
debemos pedir ser iluminados por Cristo,
ya desde la tierra, para continuar luego siendo iluminados por la eternidad en
el cielo por la luminosidad resplandeciente de su Divino Rostro. Pero nosotros
tenemos una ventaja que el ciego del Evangelio no tenía: el ciego del Evangelio
pudo ver a Jesús en su naturaleza humana, pero no pudo consumir su Cuerpo, su
Sangre, su Alma y su Divinidad: nosotros, no podemos ver su Rostro con los ojos
del cuerpo, pero sí lo vemos con los ojos de la fe en la Eucaristía, y sí
podemos unirnos, por la comunión eucarística, a su Cuerpo, su Sangre, su Alma y
su Divinidad, y recibir su Luz, su Amor, su Gracia y su Misericordia. Como el
ciego del Evangelio, que se postró en adoración lleno de alegría y de amor por
haber recobrado la vista, también nosotros nos postremos delante de Jesús
Eucaristía al comulgar, adorándolo con el corazón lleno de alegría y de amor, dándole
gracias por concedernos la luz de la fe, la luz de la gracia, la luz de la
Verdad y por habernos abierto las Puertas del cielo al precio de su vida en la
cruz.
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