domingo, 30 de marzo de 2014

“Tu hijo vive”



          “Tu hijo vive” (Jn 4, 50-53). Un hombre acude, desesperado, a pedirle ayuda por su hijo pequeño, que se encuentra agonizando. Jesús se compadece del dolor de este padre de familia y en el acto le concede lo que le pide, ya que el niño se cura en ese mismo momento, tal como el hombre lo puede comprobar al otro día, por el testimonio de quienes cuidaban al niño, que afirman que el niño comenzó a sanarse a la misma hora en la que Jesús le dijo: “Tu hijo vive”.
         En el episodio se destacan, por un lado, la misericordia de Jesús, que se compadece del dolor humano; por otro lado, la fe del padre de familia, que acude a Jesús con la certeza de que podrá auxiliarlo en su dolor. Pero hay un tercer elemento que llama la atención, y es la expresión de Jesús: "Si no ven signos y prodigios, no creen". Es decir, Jesús cura al niño, y el padre de familia, de esta manera, reafirma su fe. Pero Jesús, implícitamente, está diciendo que no hace falta que Él cure al niño para que crean; Jesús está diciendo que Él podría no curar al niño, es decir, podría no hacer ningún “signo y prodigio”, podría dejar morir al niño -y Él lo recibiría en el Reino de los cielos-, y lo mismo deberíamos creer en Él, en su Palabra, en su condición de ser Él el Hombre-Dios. Pero en vez de simplemente creer en Él, en su Palabra, en su “Yo Soy”, estamos siempre exigiendo “signos y prodigios”, estamos siempre exigiendo, como Tomás el Apóstol, "ver para creer": “si no lo veo, no lo creo”; siempre estamos exigiendo pruebas a Dios de su existencia, y no nos bastan las innumerables pruebas que nos da a cada segundo de la existencia, pruebas que comienzan con el hecho mismo de nuestro propio acto de ser y de nuestra propia existencia, que no se explican si no es por una participación al Acto de Ser divino.

         “Si no ven signos y prodigios, no creen”. No pongamos a prueba a Dios para creer, no le exijamos “signos y prodigios” para tener fe, tanto más, cuanto que, delante de nuestros ojos, se desarrolla, día a día, el signo y el prodigio más asombroso que puedan contemplar los cielos y la tierra, la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Cordero. 

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