“El
que haya dejado todo por el Evangelio recibirá el ciento por uno en medio de
las persecuciones y luego la vida eterna” (Mc
10, 28-31). Pedro le dice a Jesús que ellos “lo han dejado todo y lo han
seguido”, y Jesús le responde asegurándole que todo aquel que deje “casa,
hermanos, madre, campos”, por Él y por el Evangelio, recibirá, en esta vida, “el
ciento por uno” y en la otra, “la vida eterna”, pero “en medio de
persecuciones”.
Se
podría pensar que Jesús es generoso porque devuelve de modo acrecentado –exageradamente,
por otra parte- lo que Pedro y sus discípulos le han dado, sus vidas; es decir:
ante el don de Pedro y sus discípulos de dar a Jesús la totalidad de sus vidas,
Jesús les devuelve el ciento por uno en esta vida, con persecuciones, y la vida
eterna en la otra. Estaríamos, por lo tanto, ante la presencia de un acto de
generosidad de Pedro y de sus discípulos; un acto de generosidad que sorprende
a Jesús, y ante el cual Jesús se vería obligado a responder con un don acorde a
la medida de la generosidad de los corazones de Pedro y de sus compañeros.
Pero
no es esto. Se trata de otra cosa. En realidad, lo que hacen Pedro y
sus compañeros es responder al don del Amor de Jesús, que primero
los ha amado –“No sois vosotros los que me habéis elegido, sino Yo quien os he
elegido” (Jn 15, 9-17)- y es en
respuesta a este don del Amor de Jesús que Pedro y los demás lo dejan todo y se
deciden a seguirlo y es en virtud de esta respuesta a su llamado de Amor,
que Jesús les promete el ciento por uno en esta vida, con persecuciones y
tribulaciones, más la vida eterna en el cielo.
“El
que haya dejado todo por el Evangelio recibirá el ciento por uno en medio de
las persecuciones y luego la vida eterna”. También nosotros, como Pedro y los
discípulos, debemos estar dispuestos a “dejarlo todo” para seguir a Jesús y su Evangelio,
pero ese “dejarlo todo”, significa en nuestro caso estar dispuestos a perder la vida
terrena antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado y seguir
hasta la más mínima moción de gracia del Santo Espíritu de Dios, por el solo
hecho de provenir de Él; "dejarlo todo" significa también aferrarnos a la Cruz y al Manto de la Virgen para
sobrellevar las tribulaciones que inevitablemente sobrevendrán por el hecho de seguir a Jesús por el camino de la cruz, y así hasta llegar a la vida eterna,
en donde comenzará la feliz bienaventuranza, bienaventuranza que no finalizará jamás, por los siglos de los siglos.
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