(Domingo
III – TO – Ciclo C – 2013)
“El Espíritu del Señor está sobre Mí (…) me ha enviado a
anunciar la liberación a los cautivos (...) la Buena Nueva a los pobres…” (Lc 1, 1-4.
4, 14-21). En la sinagoga, Jesús se proclama como el Mesías sobre quien está el
Espíritu de Dios y como tal, revela que ha sido enviado para “llevar la Buena
Noticia a los pobres (…) anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los
ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del
Señor”.
Frente a esta
revelación, surgen espontáneas diversas preguntas: ¿en qué consiste la Buena
Noticia? ¿De qué liberación se trata? ¿Qué es lo que esclaviza a la humanidad,
para que tenga que ser liberada? ¿Qué clase de ceguera viene a curar Jesús? ¿Cuál
es la libertad que viene a traer? ¿Quiénes son los “pobres”, destinatarios de la Buena Noticia? ¿De qué clase de pobreza se trata?
Las
respuestas que demos a estas preguntas son muy importantes, porque estas
determinarán no sólo el sentido de la misión de Jesús, a la cual es enviado por
el Espíritu Santo, sino también el sentido de la misión de la Iglesia, que ha recibido a su vez de
Cristo el mandato misionero: “Id y anunciad la Buena Noticia a todas
las naciones” (Mt 28, 19). Así como es la misión de Jesús, así es la misión de la Iglesia,
por eso hay que saber en qué consiste la misión de Jesús, para saber en qué
consiste nuestra misión como Iglesia.
Con
respecto a la misión de Jesús, hay corrientes pseudo-teológicas, teologías progresistas, que se apartan
totalmente del Magisterio de la Iglesia, como la llamada “Teología de la liberación”, que
sostienen que Jesús viene a librarnos de la pobreza económica y material –por eso
su postulado central es la “opción por los pobres”-, además de liberarnos de
sistemas políticos, sociales e ideológicos que son, según esta pseudo-teología,
los causantes de la pobreza.
Para
esta teología, la pobreza material se debe a un sistema económico y político
determinado, que es el liberalismo; entonces la misión de Jesús y por lo tanto
de la Iglesia, es enseñarnos a luchar contra las estructuras del liberalismo capitalista,
lucha para lo cual es necesario adoptar una determinada visión de la vida, materialista y atea, la visión del marxismo. En consecuencia, para la Teología de la Liberación[1] ser
cristianos quiere decir adoptar la ideología marxista y comunista, ideología según
la cual el hombre no tiene un destino eterno, sino que su destino es construir
aquí en la tierra un paraíso terrenal, el cual se conseguirá cuando, por la
lucha de clases –el enfrentamiento entre ricos y pobres-, toda la humanidad alcanzará
un utópico estado de bienestar material, sin distinciones sociales.
Si
bien es cierto que Jesús mismo dice que ha venido para traer “la Buena Noticia
a los pobres” y que por lo tanto los pobres son el objeto preferencial de la
misión de la Iglesia, no se trata de los pobres según la visión marxista, desde el momento en que el marxismo es intrínsecamente perverso e incompatible con la doctrina católica. El motivo de esta perversión e incompatibilidad, es que cree en una redención meramente intramundana y de carácter político al tiempo que, basada en su visión materialista del hombre y del mundo, rechaza
de plano la redención por la gracia santificante, obtenida y donada a la
Iglesia por Jesucristo en la Cruz.
Además, entre otros gravísimos errores, la
“liberación” de la Teología de la Liberación trae como consecuencia una grave
distorsión del mensaje de Cristo, al propiciar la lucha armada de clases como
medio ineludible para conseguir tal “liberación”, lo cual contrasta
radicalmente el mandato de Cristo de la caridad: “Amaos los unos a los otros,
como Yo os he amado” (Jn 13, 34).
No
es esta falsa liberación -la propiciada por la Teología de la Liberación-, la que
viene a traernos Cristo, pero tampoco es la liberación que propicia la teología
feminista, según la cual la mujer debe liberarse de las concepciones
patriarcales que relegan el papel de la mujer, para conseguir un mayor papel
protagónico en la Iglesia; las consecuencias nefastas de esta pseudo-teología
conducen a gravísimos errores dentro de la Iglesia, como por ejemplo, llamar a
Dios “Madre”, en vez de “Padre”, o pretender la ordenación sacerdotal de
mujeres, para que puedan celebrar la Misa, y muchos otros errores.
Cuando
Jesús dice que ha sido enviado por el Espíritu para “liberar a los cautivos y
dar la Buena Noticia a los pobres”, no se refiere a las falsas liberaciones de
las pseudo-teologías, como las de la Teología de la liberación y la teología
feminista; Jesús no ha venido a liberarnos de sistemas políticos, ideológicos,
sociales, ni de concepciones patriarcales, ni su libertad consiste en que
seamos todos iguales en la escala social y en el salario, ni que la mujer
adopte en la Iglesia un papel reservado al varón, por disposición divina.
No
se trata de nada de esto: Jesús nos viene a liberar de aquello que
verdaderamente esclaviza al alma en el tiempo y que, si no se pone un remedio,
la esclavizará por la eternidad, y es el pecado, la muerte, el demonio y la
condenación eterna.
El
pecado es lo que realmente esclaviza al alma y lo empobrece, porque siendo un
mal espiritual que anida voluntariamente en el corazón, aparta al hombre de
Dios, en quien el hombre encuentra su verdadera libertad, al ser Dios la Verdad
Absoluta y en Acto Puro: “La Verdad os hará libres” (Jn 8, 32), dice Jesús, y al alejarse
de Dios que es Verdad, Luz, Amor y Vida eterna, a causa del pecado, el hombre
se vuelve esclavo del error y de la ignorancia; al apartarse de Dios que es
Amor, a causa del pecado, el hombre se sumerge en las tinieblas del odio, con
lo cual su alma sufre una verdadera muerte espiritual, porque muere a la vida
de la gracia. El hombre, esclavo del pecado, se sumerge en el error, en la ignorancia, en el odio y en las tinieblas, y de esta esclavitud le es imposible salir con sus propias fuerzas.
La
muerte es lo que esclaviza al hombre, porque es de experiencia de todos los
días que lo único que tiene seguro en esta vida es
la muerte, porque todo hombre, a causa del pecado original, y a causa de haber perdido
el don de la inmortalidad, se encamina a la muerte; pero si la muerte corporal
acecha al hombre a cada instante, todavía más preocupante es la otra muerte, la
muerte eterna, muerte del espíritu, muerte por la cual el hombre jamás habrá de
ver la luz eterna, Dios Trino.
El
demonio es lo que esclaviza al hombre que vive en el pecado, porque siendo el
pecado una mancha y más que mancha, una herida espiritual mortal en el centro
del alma espiritual, el hombre no puede quitársela con sus propias fuerzas y
así, sometido al pecado, se aparta de Dios e inevitablemente queda atrapado con las cadenas del demonio, el mal, el odio, la ignorancia de todo bien y de toda verdad; lejos de Dios, sobre los hombros del hombre en pecado, es colocado el pesado yugo del demonio, yugo cruel y tiránico que, de no liberarse el hombre en esta vida, lo continuará llevando por toda la eternidad. El demonio esclaviza al hombre como modo de vengarse de Dios, de quien el hombre es su imagen y semejanza.
Y
los tres enemigos, el pecado, la muerte y el demonio, son los que convierten al
hombre en, más que pobre, en un mendigo, en un indigente, puesto que le quitan sus verdaderas riquezas, las riquezas espirituales que son la gracia, la vida y la amistad con
Dios, y esta es la peor pobreza que pueda un hombre sufrir en la vida. Cuando Jesús dice que ha venido a anunciar la “Buena Noticia a los pobres”, está hablando de los pobres en un sentido material, sí, pero ante todo y principalmente, de la pobreza e indigencia espiritual en la que se sumerge el hombre como consecuencia del pecado.
“El
Espíritu del Señor está sobre Mí (…) me ha enviado a anunciar la liberación a los
cautivos y la Buena Noticia a los pobres”. Jesús nos libera de estos tres
enemigos, el pecado, la muerte y el demonio, pero no con falsas teologías, sino con la Cruz y en la Cruz: en la Cruz nos libera del pecado, porque el pecado es malicia,
vencida para siempre por la bondad divina, porque si el hombre había cometido
el pecado o la malicia del deicidio, el dar muerte a su Dios que se había
encarnado en Cristo y por esto merecía ser condenado por la Justicia divina, debido a que ese Dios crucificado es Amor, perdón y misericordia
infinitos, en vez de dar al hombre el castigo merecido por su deicidio, en el mismo lugar del deicidio, la Cruz, Dios concede al hombre el
perdón, destruyéndole y quitándole de esta manera el pecado; es así que quien se acerca a Cristo crucificado, recibe el dolor y el perdón de los pecados; Cristo en la Cruz
nos libera de la muerte, porque al morir Él realmente en la Cruz, al padecer Él
la muerte en su Humanidad, debido a que Él en cuanto Dios es inmortal, al
morir, destruye la muerte del hombre, para infundirle su propia vida divina, y es así que quien se acerca a Cristo crucificado, recibe de Él su vida eterna; en
la Cruz, Cristo vence para siempre al demonio, porque si los demonios estaban
delante de la Cruz festejando con malicia diabólica su triunfo aparente[2] al
ver crucificado al Hombre-Dios, ese mismo triunfo se les convirtió en la
derrota más sonora y estrepitosa, porque la Sangre del Hombre-Dios vertida en
la Cruz, es vencedora de los demonios, porque es portadora del Espíritu Santo,
Espíritu que es Vida divina que vence a la muerte y al infierno, y es así que quien se acerca a Cristo crucificado, se ve libre de la presencia demoníaca.
Finalmente,
Cristo no solo nos libera de nuestros tres enemigos mortales, el pecado, la
muerte y el demonio, sino que nos concede su Vida misma, a través de la gracia
santificante que brota de su Corazón traspasado como de un manantial
inagotable, y en esta Vida divina que nos concede Cristo es en lo que consiste nuestra absoluta libertad y nuestra mayor y única riqueza. Viviendo la vida de gracia, somos plenamente libres en Cristo, porque
vivimos la libertad de los hijos de Dios, libertad que consiste en servir, amar
y adorar a Dios Uno y Trino en el tiempo, para luego seguir sirviéndolo,
amándolo y adorándolo en la eternidad.
En la vida de la gracia, que se nos dona sin límites en los sacramentos y sobre todo en la Eucaristía, consiste nuestra liberación y nuestra única riqueza.
En la vida de la gracia, que se nos dona sin límites en los sacramentos y sobre todo en la Eucaristía, consiste nuestra liberación y nuestra única riqueza.
[1] El Papa Juan Pablo II solicitó
de la Congregación para la Doctrina de la
Fe dos estudios sobre la Teología de la Liberación, Libertatis
Nuntius de 1984 y Libertatis
Conscientia de 1986. En ellos se argumentaba básicamente que, a pesar del
compromiso radical de la Iglesia con los pobres, la disposición de la Teología
de la Liberación a aceptar postulados de origen marxista o
de otras ideologías políticas no era compatible con la doctrina, especialmente
en lo referente a que la redención sólo era posible alcanzarse con un
compromiso político.
[2] Cfr. José Antonio Fortea, Summa
Daemoniaca. Tratado de Demonología y Manual de exorcistas , Cuestión 58,
Editorial Dos Latidos, Zaragoza 2012, 57.
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