“Tus
pecados te son perdonados” (Mc 2,
1-12). Un hombre afectado de parálisis recibe una doble curación por parte de
Jesús: la curación espiritual, porque le perdona los pecados, y la curación
corpórea, porque le cura su parálisis. El episodio revela que el encuentro
personal con Jesús no solo no deja nunca al alma con las manos vacías, sino que
recibe aun aquello que el alma ni siquiera podía imaginar que podía recibir. En
el caso del hombre con parálisis, su máxima aspiración era recibir un milagro
de curación física, de manos de un hombre con poderes extraordinarios, del cual
había oído hablar maravillas, y por eso se atrevía a ser llevado ante su
Presencia. Sus aspiraciones no iban más allá de ser curado en su impedimento
corpóreo, pero en su encuentro con Jesús recibe no solo lo que fue a buscar,
sino un don infinitamente más grande, el don del Amor de Dios, manifestado en
el perdón de los pecados. El hombre paralítico va a buscar la sanación de su cuerpo,
y se encuentra con que, además, recibe la sanación del espíritu, al perdonarle
Dios en Persona sus pecados.
El
episodio del Evangelio demuestra entonces que Jesús es el Dios del Amor
inagotable, incomprensible, inabarcable, y que ese Amor se dona a quien se le
acerca, sin esperar nada a cambio. Cuando se considera la grandiosidad del
episodio evangélico, podríamos estar tentados en pensar que el paralítico fue
doblemente afortunado, pero que Jesús no obra, en nuestro siglo XXI, esta clase
de milagros, y sin embargo no es así puesto que el doble milagro, en el que se
produce la curación del alma y del cuerpo, es figura del sacramento de la
confesión, sacramento por el cual Jesús perdona los pecados del corazón del
hombre, pecados que lo paralizan en su vida espiritual, así como la parálisis
física impide al hombre su normal deambular.
En
el sacramento de la confesión, Jesús obra en Persona a través del sacerdote
ministerial derramando su Sangre que brota de su Corazón traspasado, sobre el
alma que se confiesa con un corazón contrito y humillado.
“Tus
pecados te son perdonados”. Cada confesión sacramental es un milagro del Amor
divino, que obra sobre el alma maravillas incomprensibles, imposibles siquiera
de imaginar, puesto que no solo perdona los pecados, sino que al dejar al alma
en estado de gracia santificante, viene Él, Jesús en Persona, junto a su Padre
y al Espíritu Santo, a hacer morada en el alma de quien se confiesa. De esta
manera, así como le sucedió al paralítico del Evangelio, que recibió más de lo
que iba a buscar, así también el encuentro con Jesús en la Confesión es ocasión
para que el alma reciba, además del perdón de los pecados, algo que ni siquiera
puede imaginar: la Presencia Personal y la inhabitación de las Tres Divinas
Personas.
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