El
Nacimiento del Niño Dios suscita diversas reacciones, tanto en el cielo como en
la tierra: en el cielo, se conmueven los astros ante el Nacimiento en la tierra
del Redentor, al punto que una estrella se desplaza sobre el firmamento, para
señalar el lugar exacto del milagroso alumbramiento; también en el cielo se
alegran por su Nacimiento los ángeles de luz, que entonan un cántico de
alabanza y de adoración a su Rey, nacido en un humilde portal: “Gloria a Dios
en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”; se alegran los
pastores que, dejando sus rebaños, acuden ante el anuncio de los ángeles a
adorar al Niño Dios, ofreciéndole el humilde homenaje de su adoración (cfr. Lc 2, 20); en la tierra, incluso los
seres irracionales, representados en el buey y el asno, reconocen a su Creador,
y se acercan para ofrecerle el calor de sus cuerpos animales. Ante el
Nacimiento del Niño del Pesebre, el cielo y la tierra se unen en común alegría
y festiva alabanza, porque ese Niño es Dios en Persona, que ha venido a este
mundo para conceder a los hombres el perdón divino y para concederles, además
del perdón, la gracia de la filiación divina, haciéndolos herederos del cielo y
poseedores del Amor divino.
Pero no
solo entre los ángeles de luz, entre los hombres y la Creación, se suscitan
reacciones, ante el Nacimiento del Niño: también los habitantes de la
oscuridad, los ángeles caídos, reaccionan ante este Nacimiento, y como en su
naturaleza pervertida por propia decisión, no cabe otra cosa que el odio, se
valen de los hombres siniestros, asociados a ellos en el mal y en la
perversión, como el rey Herodes, para desencadenar lo único que saben hacer:
destrucción y muerte, y es así como los ángeles oscuros planean y dirigen la
matanza de los inocentes, valiéndose de hombres enceguecidos por el mal, para
tratar de dar muerte al Autor de toda vida y la Vida misma Increada.
A dos
mil años del Nacimiento, se continúan suscitando las mismas reacciones: por un
lado, alegría y cantos de alabanza y adoración al Niño del Pesebre, por parte
de los que se consideran a sí mismos indignos de estar ante su Presencia, y se
postran ante Él con corazón contrito y humillado ante la vista de la propia
miseria; por otro lado, desprecio, indiferencia, perversión, por quienes no
creen que el Niño sea Dios en Persona, convirtiendo a la Navidad en un rito
neo-pagano, sacrílego, mero justificativo para la diversión desenfrenada, el
consumismo materialista y la rienda suelta a los placeres. Estos tales,
asociados a los ángeles de la oscuridad, se comportan como el servidor malo y
perezoso que, no sabiendo a qué hora regresa su amo, y pensando que va a
demorar, se dedica a embriagarse y a golpear a los demás. Con su actitud, demuestran
desprecio y burla sacrílega al Niño del Pesebre, al paganizar y pervertir la
fiesta de su Nacimiento.
No en
vano nos advierte Jesús que debemos estar “alertas y vigilantes”, porque no
sabemos “ni el día ni la hora” de su regreso. Cuando esto suceda, es decir,
cuando sea el Día del Juicio Final, llamado “Día de la ira de Dios” en la Escritura, Jesús
aparecerá, no como el Niño indefenso y frágil del Pesebre, sino como el Justo
Juez de la humanidad, Juez para el cual ya no existirá la misericordia, sino
sólo la Justicia. Y
será su Justicia la que premie a quienes se alegraron por su Nacimiento, con la
bienaventuranza eterna en el cielo; será su Justicia la que otorgará, a los que
se pervirtieron con la adoración de los ídolos del placer, de la sensualidad,
del materialismo, del hedonismo, de la violencia, lo que ellos mismos se
buscaron, la ausencia de su Presencia para siempre, al decirles: “Fuera los
perros, los hechiceros, los fornicadores, los homicidas” (Ap 22, 15).
Al que
se alegra por su Nacimiento, el Niño Dios lo recompensa con la vida eterna; a
quien rechaza su Amor y su perdón, el Niño Dios, ya convertido en Juez Eterno, le da lo que el corazón
perverso del hombre sin Dios desea.
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