“Los
miró indignado y apenado por la dureza de sus corazones” (cfr. Mc 3, 1-6). Indignación y pena son los
sentimientos que surgen en el Sagrado Corazón de Jesús al comprobar la dureza
de corazón de quienes se dicen ser religiosos, los fariseos, quienes en vez de
alegrarse porque Jesús cura a los enfermos, están preocupados por la falta
legal que supone que lo haga en día sábado, el día prescripto por la ley de
Moisés para dar culto a Dios, motivo por el cual los fariseos impedían todo
tipo de trabajo. Debido a que la curación suponía una especie de trabajo, los
fariseos se escandalizan falsamente ante la posibilidad de la transgresión de
la ley por parte de Jesús, y lo observan atentamente, con el fin de ser
testigos oculares de la transgresión y así poder acusarlo.
Es
esta actitud la que hace surgir la indignación y la pena en el Corazón de
Jesús: Dios en Persona se ha encarnado; el Amor de Dios se manifiesta
visiblemente en la Persona divina de Jesús de Nazareth, obrando milagros de
todo tipo para aliviar los dolores de los hombres; la Misericordia Divina se
materializa en la Persona de Jesús para que los hombres reciban el Amor
infinito y eterno de Dios y los fariseos, en vez de alegrarse y dar gracias a Dios
por tanto amor, se fastidian, se erigen a sí mismos en falsos preceptores de la
verdadera religión, y con un celo hipócrita, fingen preocuparse por un precepto
humano.
Los
fariseos, a causa de su soberbia y orgullo, desaprovechan la ocasión para vivir
el mandamiento principal de la religión, “Amar a Dios y al prójimo”, que sería
lo que harían si se alegraran con la curación que Jesús, Dios Hijo encarnado, obra
con el paralítico: si fueran verdaderamente religiosos, ese milagro debería ser
ocasión de vivir en plenitud el mandamiento del amor, alegrándose y amando doblemente:
alegrándose por Dios y amándolo, porque se ha dignado encarnarse y venir a este
“valle de lágrimas” para curar nuestras dolencias y para donarnos su Amor, y
alegrándose por el prójimo y amándolo, al ver que su sufrimiento ha
desaparecido por la intervención personal de Dios Hijo, que le ha curado su
mal. Sin embargo, la soberbia que endurece sus corazones, les hace odioso el
primer mandamiento y así, en vez de alegrarse y amar por partida doble, odian y
se amargan por partida doble: odian a Dios, y la prueba está en que quieren
acusarlo si hace un milagro, y odian al prójimo, y la prueba está en que si fuera
por ellos, impedirían al mismo Dios que obre la curación, demostrando así por
partida doble su cinismo y falsedad: hacia Dios y hacia el prójimo. El fariseo
pervierte y retuerce el mandato de la caridad, porque su corazón está
pervertido y retorcido, y por eso no solo es incapaz de vivir el mandato del
amor, sino que vive permanentemente en el odio a Dios y al prójimo. En consecuencia, el fariseo se indigna cuando se honra a Dios –por ejemplo, cuando se usa incienso en la Santa Misa-, o cuando se tiene compasión del prójimo –advirtiéndole del peligro espiritual que significa el demonio-.
Con
la impiedad hacia Dios y la ausencia de caridad hacia el prójimo, dejan al
descubierto su hipocresía, amargo fruto de sus corazones endurecidos, al tiempo
que quedan desenmascarados ante Dios y ante los hombres, porque exteriormente pasan
por religiosos y devotos de Dios, pero cuando ese Dios se les manifiesta en
Persona, no solo lo desconocen, sino que tienen la osadía de acusarlo, “culpándolo”
de manifestar su Amor. Esta es la razón por la cual el fariseísmo es a la
religión lo que el cáncer al cuerpo, porque daña a la religión desde adentro,
desde su corazón, deformándola y presentando al mundo una visión distorsionada
y falsa de lo que es en sí el servicio de Dios y el amor al prójimo.
“Los
miró indignado y apenado por la dureza de sus corazones”. No estamos exentos de
ser fariseos, y por lo tanto no estamos exentos de recibir la misma mirada de
indignación de parte de Jesús, y de ser la causa de la pena de su Corazón. Para
saber cuál es el “grado” de nuestro fariseísmo, sólo tenemos que reflexionar
acerca de cómo vivimos el mandamiento de la caridad, “Amar a Dios y al prójimo
como a uno mismo”.
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