martes, 22 de enero de 2013

Los miró indignado y apenado por la dureza de sus corazones



“Los miró indignado y apenado por la dureza de sus corazones” (cfr. Mc 3, 1-6). Indignación y pena son los sentimientos que surgen en el Sagrado Corazón de Jesús al comprobar la dureza de corazón de quienes se dicen ser religiosos, los fariseos, quienes en vez de alegrarse porque Jesús cura a los enfermos, están preocupados por la falta legal que supone que lo haga en día sábado, el día prescripto por la ley de Moisés para dar culto a Dios, motivo por el cual los fariseos impedían todo tipo de trabajo. Debido a que la curación suponía una especie de trabajo, los fariseos se escandalizan falsamente ante la posibilidad de la transgresión de la ley por parte de Jesús, y lo observan atentamente, con el fin de ser testigos oculares de la transgresión y así poder acusarlo.
Es esta actitud la que hace surgir la indignación y la pena en el Corazón de Jesús: Dios en Persona se ha encarnado; el Amor de Dios se manifiesta visiblemente en la Persona divina de Jesús de Nazareth, obrando milagros de todo tipo para aliviar los dolores de los hombres; la Misericordia Divina se materializa en la Persona de Jesús para que los hombres reciban el Amor infinito y eterno de Dios y los fariseos, en vez de alegrarse y dar gracias a Dios por tanto amor, se fastidian, se erigen a sí mismos en falsos preceptores de la verdadera religión, y con un celo hipócrita, fingen preocuparse por un precepto humano.
Los fariseos, a causa de su soberbia y orgullo, desaprovechan la ocasión para vivir el mandamiento principal de la religión, “Amar a Dios y al prójimo”, que sería lo que harían si se alegraran con la curación que Jesús, Dios Hijo encarnado, obra con el paralítico: si fueran verdaderamente religiosos, ese milagro debería ser ocasión de vivir en plenitud el mandamiento del amor, alegrándose y amando doblemente: alegrándose por Dios y amándolo, porque se ha dignado encarnarse y venir a este “valle de lágrimas” para curar nuestras dolencias y para donarnos su Amor, y alegrándose por el prójimo y amándolo, al ver que su sufrimiento ha desaparecido por la intervención personal de Dios Hijo, que le ha curado su mal. Sin embargo, la soberbia que endurece sus corazones, les hace odioso el primer mandamiento y así, en vez de alegrarse y amar por partida doble, odian y se amargan por partida doble: odian a Dios, y la prueba está en que quieren acusarlo si hace un milagro, y odian al prójimo, y la prueba está en que si fuera por ellos, impedirían al mismo Dios que obre la curación, demostrando así por partida doble su cinismo y falsedad: hacia Dios y hacia el prójimo. El fariseo pervierte y retuerce el mandato de la caridad, porque su corazón está pervertido y retorcido, y por eso no solo es incapaz de vivir el mandato del amor, sino que vive permanentemente en el odio a Dios y al prójimo. En consecuencia, el fariseo se indigna cuando se honra a Dios –por ejemplo, cuando se usa incienso en la Santa Misa-, o cuando se tiene compasión del prójimo –advirtiéndole del peligro espiritual que significa el demonio-.
Con la impiedad hacia Dios y la ausencia de caridad hacia el prójimo, dejan al descubierto su hipocresía, amargo fruto de sus corazones endurecidos, al tiempo que quedan desenmascarados ante Dios y ante los hombres, porque exteriormente pasan por religiosos y devotos de Dios, pero cuando ese Dios se les manifiesta en Persona, no solo lo desconocen, sino que tienen la osadía de acusarlo, “culpándolo” de manifestar su Amor. Esta es la razón por la cual el fariseísmo es a la religión lo que el cáncer al cuerpo, porque daña a la religión desde adentro, desde su corazón, deformándola y presentando al mundo una visión distorsionada y falsa de lo que es en sí el servicio de Dios y el amor al prójimo. 
“Los miró indignado y apenado por la dureza de sus corazones”. No estamos exentos de ser fariseos, y por lo tanto no estamos exentos de recibir la misma mirada de indignación de parte de Jesús, y de ser la causa de la pena de su Corazón. Para saber cuál es el “grado” de nuestro fariseísmo, sólo tenemos que reflexionar acerca de cómo vivimos el mandamiento de la caridad, “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”.  

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