“Si
Yo expulso a los demonios quiere decir que ha llegado el Reino de Dios” (Lc 11, 14-23). Jesús expulsa a un
demonio mudo, llamado también “clausi”, cuya presencia se caracteriza
precisamente por no hablar a través del poseso -es decir, durante el trance, se
mantiene mudo-, a diferencia de los demonios llamados “aperti”, que se caracterizan
porque en el momento del exorcismo son locuaces, con una locuacidad plena de
blasfemias, mentiras y burlas hacia el sacerdote exorcista. Un tercer tipo de
demonios, según el P. José Antonio Fortea, son los denominados “abditi” o “escondidos”,
que se caracterizan por esconderse en el interior del poseso sin manifestarse
de ningún modo[1].
Más
allá del tipo de demonio que se trate, el Evangelio revela claramente la
existencia de los ángeles caídos y su poder sobre los hombres, manifestado en
el máximo control físico que el demonio puede ejercer sobre el hombre, la
posesión corporal. El demonio, en su locura irreparable, cree que la humanidad
le pertenece, y por ese motivo pretende apoderarse de los hombres, y una de las
formas es la posesión corporal, la cual se correspondería, como si de una
imagen en negativo se tratase, a la inhabitación trinitaria en el alma por la
gracia. La posesión demoníaca, corporal, física, del cuerpo del poseso, es el intento
simiesco con el que el demonio, llamado “la mona de Dios”, busca imitar la
inhabitación trinitaria en el alma humana. Como todo lo que hace el demonio lo
hace mal, la posesión demoníaca es una burda y grosera copia de la inhabitación
trinitaria: mientras que la posesión es violenta, anti-natural –el demonio es
simplemente una creatura, que no tiene por qué poseer a otra creatura, el
hombre-, basada en el odio angélico e involuntaria, porque el poseso no quiere
ser poseído, aunque hay casos de posesión, llamada “perfecta”, en la que el
poseso se entrega en cuerpo y alma al demonio, siendo en este caso voluntaria;
la inhabitación trinitaria, por el contrario, es sobrenatural, lo cual quiere
decir que no fuerza a la naturaleza, ya que Dios, siendo el Creador del alma, puede
poseer por la gracia, naturalmente, a toda alma; se basa en el Amor, porque si
Dios inhabita en un alma no es porque tenga ninguna necesidad, sino por puro y
simple Amor, y a diferencia de la posesión, que sólo posee el cuerpo pero no el
alma (con la excepción de la posesión perfecta, en la que hay dominio hasta de
la voluntad del poseso), en la inhabitación trinitaria se da la Presencia por
Amor de las Tres divinas Personas en el alma, a la cual la plenifica con su
gracia, extendiendo el poder benéfico de la gracia desde el alma al cuerpo, en
esta vida, y glorificando al cuerpo, con la plenitud de la gloria de la
bienaventuranza, en la otra vida.
“Si
Yo expulso a los demonios quiere decir que ha llegado el Reino de Dios”. Sin embargo,
hoy en día al demonio no le hace falta esforzarse en poseer los cuerpos de los
hombres para tenerlos bajo su dominio: le basta apenas con tender ingenuas
trampas por todas partes, para que los hombres, movidos por sus instintos y sus
bajas pasiones, acudan en masa a estas trampas: ateísmo, agnosticismo,
gnosticismo pagano, ocultismo, brujería, materialismo, hedonismo. El demonio no
tiene necesidad de poseer corporalmente a los hombres, porque estos han
colaborado, consciente y voluntariamente, en construir el Reino de Satanás, el
mundo actual, en abierta oposición al Reino de Dios.
Pero
Jesús ha venido para “deshacer las obras del demonio” (1 Jn 3, 7-8); ha venido para destruir al Reino de Satanás e instaurar
entre los hombres el Reino de Dios, y una señal de su poder divino es la
expulsión de los demonios de los cuerpos poseídos. La expulsión física de los
demonios es sólo el preludio de la expulsión definitiva del demonio en el Día
del Juicio Final, en el que será encadenado para siempre en el infierno. Hasta entonces,
la tarea de los cristianos es colaborar en
la obra de Jesús: deshacer las obras del Reino de las tinieblas e instaurar el
Reino de Dios en medio de los hombres.
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