(Ciclo
C – 2013)
“Asomándose al sepulcro (Juan), vio las vendas en el suelo (…)
Después llegó Simón Pedro y vio (…) también el sudario (…) enrollado en un
lugar aparte” (Jn 20, 1-9). Pedro y
Juan, avisados por las santas mujeres, acuden al sepulcro el domingo a la
madrugada. Al llegar al lugar -Juan primero y Pedro después- entran en el
sepulcro y ven las vendas en el suelo y el sudario, y si bien dice el evangelista
“el también vio y creyó”, acto seguido dice: “Todavía no habían comprendido
que, según la Escritura, Él debía resucitar de entre los muertos”.
En el episodio evangélico vemos, además de la flaqueza de la
fe de Pedro y Juan: “todavía no han comprendido que, según la Escritura, Él
debía resucitar de entre los muertos”, que la fe se transmite por el anuncio de
la Buena Noticia –las santas mujeres que corren a avisar a los demás- y por las
pruebas que certifican los milagros, en este
caso, la prueba de la resurrección de Jesús, en el mismo sepulcro, es el
santo sudario, por lo que vale la pena, por lo tanto, detenernos en una breve
meditación acerca de su inestimable valor como prueba científica de la Resurrección
de Jesús.
En el Santo Sudario está reflejada toda la Pasión de Jesús,
porque se ven, con toda nitidez y claridad, el enorme padecimiento sufrido por
Jesús en su Cuerpo: pueden percibirse las heridas del rostro, las de la cabeza,
las de las manos, las de los pies, la herida del costado, los golpes de sus
caídas, las laceraciones de la flagelación.
Según
los datos de los Evangelios y los que proporciona el Santo Sudario, Jesús debió
soportar un dolor imposible de imaginar siquiera, ya que sufrió una de las
formas más duras y dolorosas de muerte jamás imaginada por el hombre. La gran
mayoría de estos dolores están reflejados en la Sábana Santa, la mortaja que
Pedro y Juan vieron cuando se asomaron al sepulcro, y es por esto q ue la contemplación del Santo Sudario
conduce a un aumento de la fe y del amor a Jesús, que por nosotros murió en la
Cruz. El Santo Sudario es un documento científico de excepcional valor, que a
veinte siglos de distancia, habla a este mundo, caracterizado por el
cientificismo, con lenguaje científico incontestable, sobre el sufrimiento
inenarrable que experimentó el Hombre-Dios Jesús de Nazareth. Pedro y Juan, al
llegar al sepulcro, se dan con el Santo Sudario en el suelo, y eso es ya un
testimonio de la resurrección de Jesús. Siglos más tarde, cuando el Santo
Sudario sea examinado con los modernos aparatos y con la última tecnología, los
datos que aportará con respecto al grado de sufrimiento de Jesús y también con
respecto a su resurrección, serán incontestables. El Santo Sudario nos habla de
un Cristo sufriente, muerto, con su Cuerpo martirizado por cientos y cientos de
golpes, pero al mismo tiempo, nos habla de la Resurrección de ese mismo Cristo
que, estando muerto, vuelve a la vida; en otras palabras, no solo nos habla
sobre los sufrimientos físicos de Jesús de Nazareth, sino que nos revela, de
modo que no quedan dudas, acerca de la resurrección, causada por una energía
lumínica -cuya naturaleza y magnitud solo pueden ser de origen divino-, de ese
mismo Hombre Jesús de Nazareth. Quien contempla la Sábana Santa contempla un
doble y asombroso misterio: por un lado, la magnitud inabarcable del
sufrimiento físico de Jesús, porque en el Santo Sudario están impresas, con una
calidad que supera la más alta tecnología imagenológica, las huellas de las
heridas sufridas en su Cuerpo a causa de la Pasión; por otro lado, contempla la
prueba irrefutable de su resurrección, puesto que la impresión de la imagen en
el Santo Sudario ha sido hecha con una energía lumínica que no tiene su origen
en ningún elemento creatural conocido ni por conocer. La Sábana Santa no es un
simple sudario; no es un mero documento histórico; no es una tela más entre
tantas, que por un motivo particular fue y es objeto de intensos estudios
científicos: la Sábana Santa es un icono sagrado del Hombre-Dios Jesús de
Nazareth que revela, a los ojos y al alma, a la razón y a la fe, su asombroso
misterio pascual de Muerte y Resurrección.
Por
este motivo, el Santo Sudario, como dice el Santo Padre Francisco, no se puede “mirar”,
como quien mira una obra de arte; es una mirada contemplativa, una mirada que
es al mismo tiempo oración extasiada ante el misterio asombroso de tener frente
a sí un documento que, al mismo tiempo que es científico, expresa las más altas
verdades de la fe católica: la Pasión y Resurrección del Hombre-Dios
Jesucristo.
Con
respecto a la mirada de oración, dice así el Papa Francisco: “También yo me
pongo con vosotros ante la Sábana Santa (…) Pero (…) no se trata simplemente de
observar, sino de venerar; es una mirada de oración”[1].
Pero
el Papa Francisco va más allá todavía, y nos dice que, desde la contemplación
del Santo Sudario, el alma es “mirada” por el mismo Hombre de la Síndone, Jesús
de Nazareth, quien le “habla” a través de ella: “Y diría aún más: es un dejarse
mirar. Este rostro tiene los ojos cerrados, es el rostro de un difunto y, sin
embargo, misteriosamente nos mira y, en el silencio, nos habla” “al corazón”, y
“nos lleva a subir al monte del Calvario, a mirar el madero de la cruz, a
sumergirnos en el silencio elocuente del amor”. Desde la Sábana Santa, dice el
Santo Padre, Jesús nos habla al corazón con la “Palabra única y última de Dios:
el Amor hecho hombre, encarnado en nuestra historia; el Amor misericordioso de
Dios, que ha tomado sobre sí todo el mal del mundo para liberarnos de su
dominio”, que nos dice: “Ten confianza, no pierdas la esperanza; la fuerza del
amor de Dios, la fuerza del Resucitado, todo lo vence”. ¿Qué es lo que vence? Vence
al mal, al pecado, que anida en el corazón del hombre, pero no solo vence al
mal, sino que comunica de su Amor infinito, Amor mediante la cual el hombre puede
cumplir el mandato de la caridad. Esto es lo que dice el Papa Francisco, al
rezarle “al hombre de la Sábana Santa”, la “oración que san Francisco de Asís
pronunció ante el Crucifijo”: “Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi
corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y
conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento. Amén”.
Contemplar
la Sábana Santa lleva entonces a considerar la inmensidad de los sufrimientos
que soportó Jesús, llamado con justicia “Varón de dolores” por el profeta
Isaías, pero como si esto fuera poco, el alma se queda perpleja al considerar
que, como se lo dijo a la Beata Luisa Piccarretta, Él sufrió, en su agonía en
el Huerto de Getsemaní, “las penas, los dolores y las muertes” de todos y cada
uno de los hombres de todos los tiempos.
Sin
embargo, hay otros dolores, desconocidos, que también sufrió Jesús, que no
aparecen en la Sábana Santa, y que fueron revelados a la Hermana María
Magdalena, de la Orden de Santa Clara. Jesús se le apareció y le describió los
quince sufrimientos y dolores desconocidos que sufrió la noche anterior de su
muerte:
1º-
Ataron Mis pies con una cuerda y me arrastraron debajo de una escalera de un
sótano pestilente e inmundo;
2º-
Me quitaron la ropa y agujerearon mi Cuerpo con puntas de hierro;
3º-
Ataron mi Cuerpo con una cuerda y me arrastraron por dentro del sótano;
4º-
Me colgaron de una viga, donde me dejaron hasta que me deslicé y caí a tierra,
este sufrimiento hizo salir de Mis ojos lágrimas de sangre;
5º-
Me amarraron a un poste y me martirizaron con toda clase de armas perforando mi
Cuerpo; me tiraron piedras y me quemaron acercándome a las brasas de la hoguera
con teas encendidas;
6º-
Me agujerearon con punzones y desgarraron Mi piel, Mi carne y Mis venas;
7º-
Me amarraron a un pilar, Mis pies yaciendo sobre hierro incandescente;
8º-
Me pusieron una corona de hierro y me vendaron los ojos con trapos malolientes;
9º-
Me sentaron sobre una silla guarnecida con clavos puntiagudos que clavaron en
Mí cuerpo profundísimos huecos;
10º-
Rociaron mis Llagas con brea y plomo herviente y me hicieron caer de
la silla;
11º-
Para mi tormento y Mí vergüenza, me hundieron agujas y hierros puntiagudos en
los huecos de Mí barba arrancada;
12º-
Me echaron encima de una cruz, sobre la cual me amarraron tan fuerte y
duramente que estuve a punto de quedar sofocado;
13º-
Hollaron Mi cabeza cuando yacía por tierra; uno de ellos, al poner su pie en Mí
pecho, hundió una punta de Mí corona a través de Mí lengua;
14º-
Me llenaron la boca con las más asquerosas suciedades;
15º-
Profirieron raudales de injurias infames, me amarraron las manos a la espalda,
me condujeron a golpes fuera de la cárcel, y me azotaron.
Y
Jesús continuó: “¡Hija mía, querida! Te pido que hagas conocer a muchas almas
Mis quince sufrimientos y dolores secretos, con el fin de que sean contemplados
y honrados. El día del Último Juicio, concederé la Eterna Felicidad a aquéllos
a quienes con amor y recogimiento, me ofrecieron cada día uno de Mis
sufrimientos agregando piadosamente la siguiente oración: “Esperé que alguien
se compadeciera de Mí y no hubo nadie; alguien que me consolara y no lo hallé”
(Sal 69-21).
Pero
estos no fueron los dolores más atroces: los dolores más atroces, los dolores
lancinantes, los dolores que trituraban su Corazón, eran los dolores que
experimentaba al ver cómo se condenaban las almas que no lo aceptarían como a
su Salvador y Redentor, tal como el Sagrado Corazón se lo confió a Santa
Margarita María de Alacquoque.
“Asomándose
al sepulcro (Juan), vio las vendas en el suelo (…) Después llegó Simón Pedro y
vio (…) también el sudario (…) enrollado en un lugar aparte”. La contemplación
de la Sábana Santa y la meditación acerca de los indecibles dolores –conocidos y
desconocidos- que soportó el Hombre-Dios Jesús de Nazareth, y al meditar acerca
de su gloriosa resurrección –resurrección que se prolonga en la Eucaristía, con
lo cual cada Santa Misa recibe, a siglos y siglos de distancia, la misma luz que
surgió en el Santo Sepulcro, luz más brillante que mil millones de soles
juntos-, deja al alma absorta en un mudo éxtasis de amor.
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