“Ningún
profeta es bien recibido en su tierra” (Lc
4, 24-30). Con los ejemplos de la viuda de Sarepta y de Naamán el sirio, que
siendo paganos sin embargo son elegidos por Dios para recibir sus milagros,
Jesús les hace ver a los judíos que no les basta pertenecer al Pueblo Elegido
para obtener el favor divino[1].
En
el mismo sentido, pero ya dirigido al Pueblo cristiano, San Pablo dirá luego
que “ni la circunsición ni la incircunsición” valen ya nada, sino la fe en
Cristo Jesús, y esta fe debe ser operante, según el Apóstol Santiago: “Muéstrame
tu fe sin obras que yo por mis obras te mostraré mi fe” (2, 18).
Por
lo tanto, el mensaje de Jesús a los judíos, dirigido también a nosotros, Nuevo
Pueblo Elegido, es claro: si la fe no se acompaña de obras de misericordia, es
una fe vacía, muerta, incapaz de conducir al Reino de los cielos.
La
razón de porqué la fe se tiene que acompañar de obras, radica en la
constitución ontológica misma del hombre: el hombre es alma y cuerpo, y para
que un acto suyo sea la expresión de la totalidad de su ser, deben estar
presentes, en la realización del acto, los dos componentes integrantes de su
ser, el alma y el cuerpo, el espiritual y el material.
El
componente espiritual está dado por la fe sobrenatural en Cristo Jesús: se
trata de la comprensión de la proposición de fe por parte de la inteligencia,
iluminada por la fe. Por ejemplo: “Cristo es Dios y como Dios manda ser misericordiosos”.
Luego, el otro componente espiritual es la aceptación de esa proposición por
medio de la voluntad, la cual adhiere a la Verdad que le propuso la
inteligencia iluminada por la fe: “Quiero obrar la misericordia porque Dios me
lo manda”.
Sin
embargo, con la intervención de estos dos componentes, el acto de fe aún está
incompleto, porque si no se obra de modo efectivo la misericordia, y el acto de
fe sigue quedando inconcluso, porque todavía no se ha expresado la otra parte
del ser del hombre, que es la parte corporal o material.
Sólo
cuando el hombre efectivamente actúa con su cuerpo, movido por al fe –“Porque Cristo
es Dios y me manda obrar la misericordia, voy a ir a tal lugar para auxiliar a
mi prójimo”-, entonces ahí es cuando el acto de fe sobrenatural en Cristo es
válido y meritorio para el Reino de los cielos.
En
otras palabras, no se puede decir “Tengo fe”, y al mismo tiempo permanecer de
brazos cruzados, sin hacer nada por el prójimo que sufre. Esa fe es
insuficiente para abrir las puertas del Reino de los cielos.
[1] Cfr. Orchard B. et al., Verbum
Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder,
Barcelona 1954, 589.
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