domingo, 10 de marzo de 2013

“El hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho”



“El hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho” (Jn 4, 34-54). El acto de fe de un padre de familia, que suplica a Jesús por su hijo agonizante, le vale recibir el milagro que esperaba, que su hijo viva y no muera. Al hombre del Evangelio le bastó la fe en Cristo Jesús para pasar de la tristeza a la alegría; de la muerte inminente de su hijo a la vida plena y feliz de ese mismo hijo; de la vida sin fe de su familia, a la vida de la fe y de la gracia, porque “toda su familia creyó” junto con él. Al hombre del Evangelio le bastó un acto de fe sobrenatural, firme, profunda, sin vacilación, en Cristo Jesús, en su poder de Hombre-Dios, para que su vida y la de sus seres queridos cambiara y experimentara un giro radical, desde las tinieblas y la tristeza del paganismo, a la luz y la alegría de la vida en Cristo Jesús; de la perspectiva de un horizonte negro y sin salida, la muerte que acecha a todo hombre, a la esperanza cierta del Reino de los cielos, cuyas puertas han sido abiertas para todos los hombres por el sacrificio de Cristo Jesús. Al hombre del Evangelio le es dada una situación de angustia, de dolor, de tribulación, como la agonía de un ser querido -un hijo-, pero por su firme acto de fe en Cristo, Dios le cambia esa tribulación por un estado de permanente felicidad y alegría al ver recobrada la salud de su hijo pero, sobre todo, al recibir toda la familia el don de la fe.
Al igual que el hombre del Evangelio, también a nosotros se nos pide hacer el mismo acto de fe en Cristo Jesús, en su condición de Hombre-Dios, y creer firmemente en su Iglesia, su Cuerpo Místico, a través de la cual recibimos los sacramentos que nos conceden la gracia santificante y la vida eterna. Al igual que el hombre del Evangelio, estamos llamados a creer firmemente en Jesús, en su Cruz  y en su Presencia Eucarística, las cuales nos hablan, ya desde el “valle de lágrimas” que es esta vida, de una vida de eterna felicidad en los Cielos. Al igual que el hombre del Evangelio, también a los cristianos se nos concede el don de la tribulación en el tiempo de la vida terrena, para que lo cambiemos por felicidad y alegría sin fin en la vida eterna, por medio de un acto de fe en Cristo Jesús, en su Cruz y en su Presencia Eucarística. 

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