(Ciclo
C - 2016)
“Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado
Jesús” (Lc 3, 15-16. 21-22). Juan
bautiza a Jesús, lo cual es un hecho llamativo, puesto que, por un lado, el bautismo de Juan
es un bautismo meramente moral, de deseo, incapaz de llegar hasta la raíz más profunda del
ser del hombre; además, el bautismo de Jesús, como Juan mismo lo dice, es un “Bautismo con el
Espíritu Santo y Fuego”, es decir, infinitamente superior al de Juan; por último, Jesús mismo no tiene necesidad alguna de bautizarse, desde el momento en el que Él es Hijo de Dios, Dios Hijo Encarnado y, por definición, la santidad misma, por lo que el bautismo, realizado para la conversión, como en el caso de Juan, o para borrar el pecado original, como en el caso de Jesús, no tienen cabida en Jesús, que es la Santidad Increada, por ser Dios en Persona. Es decir, el bautismo es para los pecadores y Jesús, por definición y por imposibilidad metafísica, no era, no es, ni podrá jamás ser pecador y, por lo tanto, no necesita del bautismo. Mucho más cuando, como afirmamos más arriba, el bautismo de Jesús es infinitamente más grande que
el del Bautista, porque Jesús bautiza con el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, que llega hasta
lo más profundo del hombre, mientras Juan bautiza sólo con agua, que corre superficialmente por el cuerpo, sin llegar hasta lo más profundo del alma. Pero el argumento decisivo en contra del bautismo de Jesús es lo que también ya afirmamos: Jesús es Dios en Persona y por lo
tanto, no necesita ser bautizado de ninguna manera, puesto que no es, no fue y no será nunca, por los siglos de los siglos, pecador. Entonces, surge la pregunta: ¿por qué Jesús se hace
bautizar con Juan, si Él no tiene necesidad de bautismo alguno, por el hecho de
ser el Hombre-Dios? ¿Por qué se bautiza Jesús, si Él administra un bautismo inimaginablemente superior al de Juan?
La respuesta a estas preguntas está en el hecho de que en el bautismo de Jesús por inmersión, está
significado y realizado, místicamente, el bautismo sacramental que todos
nosotros hemos recibido en la Iglesia. En otras palabras, en la inmersión de Jesús, es decir, en su bautismo, está comprendido -de forma mística, sobrenatural y misteriosa- nuestro propio bautismo sacramental y su acción en nuestras almas.
Para que seamos capaces de adentrarnos en el misterio del bautismo de Jesús y su relación con nosotros, los bautizados, hay que considerar que Jesús es Dios y que Él está unido personalmente -hipostáticamente- a la Humanidad redimida; por otra parte, por medio del Bautismo sacramental, quedan unidos a Él, en su Cuerpo Místico, todos los hombres que son redimidos por su gracia santificante, es decir, todos los que reciben el bautismo sacramental.
Esto quiere decir que, en su bautismo -al ser sumergido en su Cuerpo en las aguas del Jordán por Juan el Bautista-, en su Humanidad Santísima inmersa en el agua del Jordán, somos sumergidos, místicamente, todos los que recibimos el bautismo sacramental. De esta manera, somos hechos partícipes de su misterio pascual de muerte y resurrección, porque en la inmersión de Jesús, somos sumergidos todos los bautizados, significando y realizando esta inmersión nuestra muerte al hombre viejo, porque con la Humanidad de Jesús sumergida, nos sumergimos místicamente nosotros cuando recibimos el agua del bautismo sacramental; al emerger Jesús de las aguas del Jordán, significa su resurrección y significa y realiza, también, para nosotros, el nacer a la vida nueva de los hijos de Dios, el nacer a la vida de la gracia.
Entonces, por la inmersión de la Humanidad de Jesús en el Jordán, queda significada y realizada nuestra propia inmersión -así como un hombre se sumerge en el río o en el lago- y con esta inmersión, nuestra muerte al pecado y al hombre viejo; al emerger Jesús con su Humanidad Santísima, queda significada y realizada nuestra vida nueva, la vida de los hijos de Dios, la vida de la gracia, porque el emerger significa la resurrección gloriosa de Jesucristo, a la cual somos incorporados y hechos partícipes por el bautismo sacramental.
Para que seamos capaces de adentrarnos en el misterio del bautismo de Jesús y su relación con nosotros, los bautizados, hay que considerar que Jesús es Dios y que Él está unido personalmente -hipostáticamente- a la Humanidad redimida; por otra parte, por medio del Bautismo sacramental, quedan unidos a Él, en su Cuerpo Místico, todos los hombres que son redimidos por su gracia santificante, es decir, todos los que reciben el bautismo sacramental.
Esto quiere decir que, en su bautismo -al ser sumergido en su Cuerpo en las aguas del Jordán por Juan el Bautista-, en su Humanidad Santísima inmersa en el agua del Jordán, somos sumergidos, místicamente, todos los que recibimos el bautismo sacramental. De esta manera, somos hechos partícipes de su misterio pascual de muerte y resurrección, porque en la inmersión de Jesús, somos sumergidos todos los bautizados, significando y realizando esta inmersión nuestra muerte al hombre viejo, porque con la Humanidad de Jesús sumergida, nos sumergimos místicamente nosotros cuando recibimos el agua del bautismo sacramental; al emerger Jesús de las aguas del Jordán, significa su resurrección y significa y realiza, también, para nosotros, el nacer a la vida nueva de los hijos de Dios, el nacer a la vida de la gracia.
Entonces, por la inmersión de la Humanidad de Jesús en el Jordán, queda significada y realizada nuestra propia inmersión -así como un hombre se sumerge en el río o en el lago- y con esta inmersión, nuestra muerte al pecado y al hombre viejo; al emerger Jesús con su Humanidad Santísima, queda significada y realizada nuestra vida nueva, la vida de los hijos de Dios, la vida de la gracia, porque el emerger significa la resurrección gloriosa de Jesucristo, a la cual somos incorporados y hechos partícipes por el bautismo sacramental.
Ahora bien, hay otro elemento sobrenatural, presente en el bautismo de Jesús, que
también está presente en el misterio de nuestro bautismo sacramental, y es la
teofanía trinitaria, es decir, la manifestación de Dios como Uno y Trino. En
efecto, cuando Jesús, Dios Hijo encarnado, es bautizado, al emerger Él de
las aguas del Jordán, se escucha la voz de Dios Padre, que dice: “Tú eres mi
Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”, al tiempo que
aparece el Espíritu Santo, en la forma corpórea de una paloma: se manifiestan las Tres Divinas Personas, el Padre, con su voz; el Hijo, que se bautiza con su Humanidad; y el Espíritu Santo, en forma de paloma.
Cuando somos bautizados, emergemos -como dijimos anteriormente- como una nueva creación en Cristo, siendo re-creados, al pasar de meras creaturas a hijos adoptivos de Dios; emergemos unidos a Él, como hijos adoptivos de Dios, porque somos unidos a Él, en su Cuerpo Místico, por el Espíritu Santo; por el bautismo sacramental, somos integrados a Cristo y formamos su Cuerpo, constituyéndonos en miembros suyos vivientes; somos convertidos en hijos adoptivos de Dios, animados por el Espíritu Santo, que viene a ser el alma de nuestra alma y por lo tanto también aletea en nuestro bautismo, de forma invisible, el Espíritu Santo. Y porque somos convertidos en “hijos en el Hijo” (cfr. Ef 1, 3-6. 15-18), también Dios Padre pronuncia similares palabras a las que dirigió a Jesús cuando salió del Jordán, esta vez dirigidas a nosotros; cuando el sacerdote nos bautiza, derramando agua y pronunciando la fórmula trinitaria del bautismo, Dios Padre nos dice a cada uno de nosotros: “Tú eres mi hijo adoptivo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección”. La teofanía trinitaria del Jordán se renueva -de modo invisible e insensible-, cada vez, en cada bautismo sacramental, porque el alma es sumergida místicamente –real y sobrenaturalmente- con Cristo en el Jordán, es unida a Él en su Cuerpo Místico por el Espíritu Santo, es convertida en hija adoptiva de Dios y recibe de Dios Padre todo el amor y el beneplácito, como Jesús en el Jordán.
Cuando somos bautizados, emergemos -como dijimos anteriormente- como una nueva creación en Cristo, siendo re-creados, al pasar de meras creaturas a hijos adoptivos de Dios; emergemos unidos a Él, como hijos adoptivos de Dios, porque somos unidos a Él, en su Cuerpo Místico, por el Espíritu Santo; por el bautismo sacramental, somos integrados a Cristo y formamos su Cuerpo, constituyéndonos en miembros suyos vivientes; somos convertidos en hijos adoptivos de Dios, animados por el Espíritu Santo, que viene a ser el alma de nuestra alma y por lo tanto también aletea en nuestro bautismo, de forma invisible, el Espíritu Santo. Y porque somos convertidos en “hijos en el Hijo” (cfr. Ef 1, 3-6. 15-18), también Dios Padre pronuncia similares palabras a las que dirigió a Jesús cuando salió del Jordán, esta vez dirigidas a nosotros; cuando el sacerdote nos bautiza, derramando agua y pronunciando la fórmula trinitaria del bautismo, Dios Padre nos dice a cada uno de nosotros: “Tú eres mi hijo adoptivo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección”. La teofanía trinitaria del Jordán se renueva -de modo invisible e insensible-, cada vez, en cada bautismo sacramental, porque el alma es sumergida místicamente –real y sobrenaturalmente- con Cristo en el Jordán, es unida a Él en su Cuerpo Místico por el Espíritu Santo, es convertida en hija adoptiva de Dios y recibe de Dios Padre todo el amor y el beneplácito, como Jesús en el Jordán.
“Tú
eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. Las
palabras de Dios Padre, dirigidas a Dios Hijo en su bautismo en el Jordán,
también son dirigidas a nosotros en nuestro bautismo sacramental; eso quiere
decir que Dios Padre tiene puesto todo su Amor de predilección en nosotros, en cada uno de nosotros, sus
hijos adoptivos por el bautismo, y por lo tanto, espera que nosotros, unidos en
cuerpo y alma al Sacrificio redentor en cruz de su Hijo Unigénito Jesús, unidos
a Él por el Espíritu Santo, nos ofrezcamos, como Jesús y en Jesús, como hostias
vivas, puras y santas, para la salvación de nuestros hermanos, los hombres.
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