“David
entró en la Casa de Dios y comió los panes de la ofrenda” (Mc 2, 23-28). Los discípulos de Jesús pasan por un campo de trigo
en día sábado y, puesto que tienen hambre, sacan espigas y comen. De esta
manera, cometen una acción ilegal, puesto que la Ley establecía que en el
sábado, día dedicado a Dios, debían evitarse los trabajos manuales, como forma
de honrar a Dios, y el arrancar espigas para comer, era considerada una acción
manual y, por lo tanto, una falta legal. Pero Jesús responde trayendo a la memoria
otra falta legal, la de David con sus compañeros, quienes hicieron algo similar
a Él y sus discípulos: llevados por el hambre, entraron en la casa de Dios y
comieron de los panes de la proposición. Lo que Jesús les quiere hacer ver a
los fariseos, es que la legalidad de la ley cede ante el deber de caridad: en
nada ofende a Dios que, para satisfacer el hambre –sea de David o de Él y sus
discípulos- se pase por alto un precepto de la Ley, para comer, sean los panes
de la proposición, sean espigas de trigo. La caridad –siempre que no se falte a
la justicia- prima por sobre toda otra consideración, y esa es la enseñanza de
Jesús.
“David
entró en la Casa de Dios y comió los panes de la ofrenda”. Jesús justifica, con
la caridad, la necesidad de David de satisfacer su apetito corporal,
alimentándose con pan terreno y la necesidad de sus discípulos de comer trigo. Para con nosotros, Jesús nos trata con una
caridad infinitamente más grande que la caridad con la que trató a David,
porque, al igual que David, también nosotros entramos en la Casa de Dios para
comer Pan, pero no un mero pan material, hecho de trigo y agua, sino el Pan de
Vida Eterna, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor
Jesucristo, por medio del cual se nos dona el Amor Eterno de Dios.
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