“Sobre
el pueblo que habitaba en tinieblas de sombra y muerte brilló una gran luz” (Mt 4, 12-17. 23-25). Jesús se establece
en Cafarnaúm y lo hace para que se cumpla la profecía de Isaías: “Sobre el
pueblo que habitaba en tinieblas de sombra y muerte brilló una gran luz”. Ahora
bien, Jesús se establece en un lugar determinado, según el Evangelio, “en
Cafarnaúm, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí”. Por lo
tanto, se podría pensar que la profecía de Isaías se refiere a solo esta
pequeña parte de la población de la tierra, la cual sería la única beneficiada
por la “gran luz”. Sin embargo, es obvio que no es así, puesto que “el pueblo
que habita en sombras de muerte”, no es ni el pueblo que habitaba en esa región
de Cafarnaúm, ni el Pueblo Elegido, sino toda la humanidad. De la misma manera,
las “sombras de muerte” en las que vive sumergida la humanidad, no son las
sombras provocadas por la noche cosmológica, que sobreviene en la tierra cuando
se oculta el sol: se trata de “sombras de muerte”, es decir, por un lado, es la
sombra del pecado, esa mancha oscura que sumerge en las tinieblas a todo hombre
que nace en esta tierra, ocultándolo de los rayos vivificantes de ese Sol de
justicia que es Dios. Por otro lado, las “sombras de muerte” que envuelven en
las tinieblas a los hombres, son también los ángeles caídos, sombras vivientes
que habitan en el infierno y que salen de él para acechar a los hombres,
tentarlos y procurar que caigan en el pecado mortal y que mueran en pecado mortal,
para así lograr su condenación eterna. Y con relación a la “gran luz” que
ilumina a toda la humanidad, no se trata de ninguna luz creada, puesto que es
la luz de Cristo, el Hombre-Dios; es la luz que brota de su Ser divino
trinitario y que por lo mismo, es una luz nueva, desconocida y distinta a toda
luz conocida por la creatura: una luz viva, que vivifica con la vida misma de Dios
Trino a todo aquel que ilumina. La “gran luz” que ilumina a los pueblos todos,
a toda la humanidad, no es una luz de este mundo; no es una luz artificial,
sino una luz Increada, porque se trata de la Luz Eterna de Dios, de Dios, que
es Luz en sí mismo.
“Sobre
el pueblo que habitaba en tinieblas de sombra y muerte brilló una gran luz”. La
Luz de Cristo, que brota de su Ser divino trinitario, no solo disipa a las “sombras
de muerte”, sino que, ante todo, ilumina y vivifica, con la vida misma de la
Trinidad, a quien a Él se acerque, con fe y con amor. La misma luz eterna que
brilló en el Pesebre de Belén y que manifestó la Presencia de “Dios entre
nosotros”, es la misma luz eterna que brilla desde la Eucaristía, porque la
Eucaristía es ese Emmanuel, ese “Dios con nosotros” (cfr. Is 7, 14), que vino a nuestro mundo como Niño en Belén, Casa de
Pan, para permanecer entre nosotros como Eucaristía, como “Pan Vivo bajado del
cielo” (cfr. Jn 6, 31-60).
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