(Domingo
de Ramos - Ciclo C – 2016)
Días antes de su Pasión, Jesús es recibido triunfalmente en
Jerusalén: montado en una cría de asno, Jesús es aclamado por los habitantes de
Jerusalén, quienes exultan de gozo y de alegría ante su Presencia, dándole
títulos mesiánicos como “Hijo de David”, extendiendo mantos a modo de alfombra,
agitando palmas y entonando cánticos de triunfo, de gozo, de alegría (cfr. Lc 22, 7. 14-23. 56). Todos, sin
excepción, han recibido algún milagro de Jesús, y es por eso que, jubilosos, lo
reconocen como al Mesías. Sin embargo, esta misma multitud, que lo recibe a su
ingreso a Jerusalén de modo triunfal, es la misma multitud que, días después,
lo acusará injustamente de proclamarse Dios, lo condenará a muerte, pidiendo
que “su Sangre caiga” sobre ellos (cfr. Mt
27, 25), lo coronará de espinas, lo flagelará, y finalmente, lo crucificará,
luego de hacerle pasar una dolorosísima y cruenta agonía. El Viernes Santo, la
multitud parecerá haber sufrido una profunda amnesia, que les hace olvidar todos
los beneficios de Jesús, al tiempo que la alegría por su Presencia, es
reemplazada por un odio deicida que no se explica por meras pasiones humanas. La
misma multitud que el Domingo lo hosanna, es la misma multitud que el Viernes
Santo lo maldice y lo crucifica. Es decir, mientras el Domingo de Ramos la
multitud lo recibe jubilosa en su ingreso a Jerusalén, el Viernes Santo, por el
contrario, expulsará a Jesús de la Ciudad Santa, para conducirlo al Monte
Calvario y darle muerte por medio de la muerte más dolorosa, cruenta y
humillante jamás inventada por la malicia del hombre, la crucifixión.
¿A qué se debe este cambio radical en el ánimo de los
habitantes de Jerusalén?
Para responder a esta pregunta, debemos considerar que en
las escenas evangélicas están representadas realidades espirituales. Así, la
Ciudad Santa de Jerusalén, representa al alma, santificada por la gracia de
Jesús: sus habitantes, que reciben jubilosos a Jesús abriéndole de par en par
las puertas de la ciudad, que lo aclaman como al Mesías, que recuerdan los
prodigios y milagros que para ellos realizó, es el alma que, por la gracia,
reconoce en Jesús al Salvador de los hombres y que le abre las puertas de su
corazón, entronizándolo como a su Rey.
Por el contrario, la multitud que desconoce a Jesús el
Viernes Santo, que pide su muerte, que pide su sangre, que lo corona de
espinas, lo flagela, lo insulta y lo crucifica, es esa misma alma que,
enceguecida por el pecado, expulsa a Jesús de su corazón y lo crucifica con la
malicia del pecado. La Ciudad Santa que expulsa a Jesús el Viernes Santo, es el
alma en pecado, sobre todo en pecado mortal, que quita a Jesús el lugar
merecido que en ella tenía, y no lo reconoce más como a su Rey y Salvador.
Los integrantes de la multitud, por lo tanto, somos
nosotros, los cristianos, que hemos recibido todos, sin excepción alguna, dones
inimaginables, comenzando por el bautismo, siguiendo luego por la Comunión
Eucarística y la Confirmación, sin contar con todos los otros beneficios de
todo tipo, materiales y espirituales, naturales y sobrenaturales, cuya sola
enumeración llevaría horas y horas. Esos habitantes de Jerusalén que expulsan a
Jesús somos los cristianos cuando nos dejamos seducir por las tentaciones del
mundo y caemos en el pecado, expulsando así a Jesús de nuestros corazones y
crucificándolo, toda vez que cometemos un pecado, sobre todo, el pecado mortal.
Al hacer memoria litúrgica del Domingo de Ramos los
cristianos debemos ser conscientes de que las hosannas, los cantos de alabanza
y el reconocimiento de Jesús como nuestro Rey, Mesías y Salvador, es obra de la
gracia, y que el desconocimiento de Jesús, su condena y su crucifixión, son
obra de nuestra libertad, de nuestro corazón y de nuestras manos, toda vez que
consentimos a la tentación y caemos en el pecado. Tengamos siempre presente
estas dos escenas evangélicas, la del ingreso triunfal en Jerusalén el Domingo
de Ramos, y la expulsión para darle muerte cruel el Viernes Santo, para que seamos
capaces de preferir la muerte terrena antes que expulsar de nuestros corazones,
por causa del pecado, a Nuestro Rey, Jesucristo, el Hombre-Dios.
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